Aquella mañana del lunes 3 de septiembre en que volví a caminar por San José Vista Hermosa rumbo al Plantel U-2 del Colegio de Bachilleres de Puebla, me di cuenta que la rutina del semestre anterior parecía ser la misma: autobús lleno de chicos con suéter gris, caminata de 20 minutos y nada alrededor mas que campo y colonos que nos veían con ojos de desprecio.
Sin embargo, al iniciar mi quinto semestre de bachillerato me di cuenta de que yo ya no era el mismo… Desde el mismo viaje en el CREE-Madero, cuando me percaté que había varios pequeñuelos a los que nunca en mi vida había visto y, al mismo tiempo, debí caer en cuenta de ya no estaban los chavos de sexto semestre, esos que a veces te veían de arriba hacia abajo no solo por la estatura, sino por algo que respondía al nombre de “estatus”.
A partir de esa mañana, yo había dejado de ser uno de los “de en medio”, ahora era uno "de los grandes"; ya nadie me contaba lo que era la geometría analítica o los libros de diario de contabilidad. En el verano había conocido lo que era tratar con hombres de negocios y pedir trabajo, por lo que, definitivamente, ya era tooodo un chico de quinto.
Pero todo cambio tiene su precio y sus traumas.
La comodidad del cuarto semestre pronto se esfumó cuando nos dimos cuenta de que ser chicos de quinto traía consigo muchas cosas nuevas y casi ninguna tenía un rostro agradable: nuevas materias, nuevos maestros, nuevos horarios, nuevos salones.
Pero si ese año nos tuvimos que chutar la reunificación de Alemania, la reinvención completa de un país, bueno, adaptarnos a un cambio de salón en San Bernardino Tlaxcalancingo parecía poca cosa, aunque no lo fuera en realidad. De la comodidad de tener la última aula del plantel, fuimos trasladados a la planta baja del edificio 1… A casi nadie le gustó la mudanza: eramos felices en nuestro rinconcito.
Aunque este no sería el único cambio que le pondría los pelos de punta al estudiantado del ahora 5º. “F”. En los primeros días del nuevo semestre, cuando nos vimos obligados a ir de un salón a otro para las nuevas materias optativas, empezó a caerme el veinte de que esas cabecitas que iban y venían a las 11 de la mañana estaban en la recta final de su estadía en ese plantel, que aunque aún olía a nuevo, ya tenía su primer semestre de historia a cuestas y se quedaría ahí por mucho tiempo, pero no nosotros, nuestros días en el U-2 estaban contados.
Es probable que el primer día de clases del quinto semestre fue el primer día que entendí que ese día era el inicio del fin de mi educación media superior, que yo era un ave de paso y que junto a 299 personajes que entramos aquella mañana, unos meses después saldríamos para siempre y nuestros nombres serían simples estadísticas en un archivero en la oficina de la coordinación.
Tal vez semejantes reflexiones no eran propias de un chico de 17 años, atormentado en el amor, poco popular entre la tropa y total ignorante de lo que le depararía el futuro en ese año que inició una mañana de 3 de septiembre.
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