11.16.2006

Tirarse al Piso

Existen expresiones figuradas que usamos durante todas nuestras vidas que llegan y se van de nuestro vocabulario sin que les regalemos un segundo para darles una justa dimensión.

"Tirarse al piso" es un "ejercicio" que, por lo que he visto, ha sido práctica en mi familia por lo menos en las últimas tres generaciones y, según los entendidos, a mí me ha tocado el honor de darle a ese "ejercicio" un estilo tragicómico cuyo origen está perdido entre los pliegues más oscuros de mi encéfalo.


Lo que sí puedo decir, es que tengo bien clarito el día en que la vida me permitió darle a la expresión "tirarse al piso" la justa dimensión a la que me refería al principio.
 

El autobús de la línea CREE-Madero, repleto de estudiantes del plantel U-2 del Colegio de Bachilleres de Puebla llegaba felizmente a la Nissan Huerta y dejaba bajar al 98 por ciento de sus pasajeros, que en una gélida mañana, además de soportar el viaje en plan sardina, todavía debían caminar cerca de 20 minutos para llegar a la clase de 7:00 a. m. en su recién construido plantel, en las afueras de la H. ciudad de Puebla, hace ya muchos ayeres.

En ese viaje, cada día, las caras eran las mismas. Prácticamente nadie conocía a más de cinco de los chicos con los que compartía el autobús, pero viajaba todas las mañanas con los 60 o 70 que se trepaban al camión. Entre todos esos mozalbetes y mozalbetas, había un chico que usaba un suéter gris que le quedaba un poco grande, que cargaba un walkman y que arrastraba los pies, un poco por costumbre, un poco porque en esos días pocas ganas tenía de llegar a ningún lado.
Si no fuera por el alboroto de los adolescentes atravesando lo que entonces era una carretera para iniciar la ruta arriba referida, si a alguno de ellos se le hubiera ocurrido detenerse a escuchar un par de segundos, además de oír que el chico del suéter grande escuchaba Crimson and Clover en su walkman, se habría percatado del sonido que producía su corazón a cada arrastrado paso que daba: estaba hecho pedacitos a causa de una chica con una sonrisa de oro.
 

Pero a esa edad lo que menos le importa a los grupos son las desgracias individuales y, por supuesto, como tantos otros días, cada quien se encaminó a la escuela como mejor le acomodaba, sin prestar atención: el grupo de los rudos dándose golpes, el grupo de las chicas fashion barriendo a quienes no traían un suéter gris más lindo que el de ellas, el grupo de los bromistas riéndose sin parar y, en medio, el chico del walkman.

Al doblar la primera, y única, esquina del camino, la canción rondó sus notas más conmovedoras y nuestro amigo del suéter grande, según cuentan las crónicas de la época, no se percató de un pedazo de banqueta levantado por la raíz de un árbol y, merced de su poco ánimo para levantar los pies, encontró de golpe a su destino.
 
Lo primero que cayó al suelo fue su mochila negra con morado; a él le tomó un poco más de tiempo llegar. Antes, y de la manera más misteriosa, dio dos vueltas en el aire, y su aterrizaje fue digno de un 6 o un 7 de calificación. Terminó con la espalda en el asfalto y las piernas sobre la banqueta... Ni practicando habría logrado semejante final.
 

En ese instante, su autoestima adolescente prendió la alerta roja y le exigió reponerse lo antes posible.
En el aire se podían escuchar ya las carcajadas de más de 30 estudiantes que fueron testigos del patético espectáculo.


Por supuesto, cada señal de burla tenía su sello característico de origen: los bromistas hicieron uso de su más florido lenguaje -"¡Pendejo, fíjate!"-, las chicas fashion debieron reirse sin mostrar los dientes para no perder el estilo y el grueso de los espectadores simplemente se rieron.
 

Cuando el resorte que debía impulsar a nuestro amigo a levantarse cuanto antes falló, se dio cuenta de que no tenía caso tratar de salvar lo insalvable, y en lugar de hacer peor las cosas con una maniobra que no prometía nada, decidió subirle el volumen a su walkman y estirar los brazos sobre el asfalto para terminar de escuchar la canción, para pensar en la persona que había causado todo el episodio y, tal vez, esperanzarse en que en esos momentos pasaría el camión de la basura y terminaría con su miseria.


Sin embargo, lo que ocurrió fue sorprendente. Uno o hasta dos miembros de cada uno de los grupitos sociales de Bachilleres se desprendieron de su respectivo clan para acudir en auxilio del caído.

Tras mirarlo estupefactos durante cinco segundos, con sus ojos cerrados, la cara a un cielo en el que todavía no se asomaba el sol y una inexplicable sonrisa en su rostro, le preguntaron si estaba bien y mientras las chicas fashion recogían su mochila negra, los rudos le ayudaban a levantarse.

Las burlas de la gente que seguía pasando fueron una especie de música de fondo para un episodio que se perdió invariablemente en el anonimato de una escuela anónima, en una ciudad anónima de un país anónimo de un planeta anónimo, pero que le sirvió a nuestro amigo del enorme suéter gris para aprender que, a veces, es necesario tocar el piso para poder aspirar al cielo y que, aun en un mundo de grupitos y de poses, nunca va a faltar una mano que te ofrezca levantarte, literalmente, del pavimento.


POST DATA:
Por si no la habías escuchado, esta era la rola que el chico del suéter gris iba escuchando en su walkman al momento de darle vida a esta anécdota:
Crimson and Clover
Tommy James and The Shondells (1968)

 



11.12.2006

Pase usted al hostal...

Después de pasar 20 minutos pensando cómo iba a presentar este blog y qué historia usaría para darle una razón de ser, me di cuenta de que ni a mí me interesa ponerle excesivos prolegómenos a algo que no tiene por qué tenerlos y no creo que a ninguno de los posibles lectores del presente les resulte interesante leer por qué he decidido ponerme a escribir.

Prefiero dedicar estas primeras líneas a darle la bienvenida a todo aquel osado que se arriesgue a entrar a este "Hostal"...
El nombre creo que definitivamente cumple para ilustrar las expectativas del blog... No soy ningún literato ni pretendo serlo, al igual que un hostal no es un hotel 5 estrellas ni pretende serlo. Sin embargo, así como el hostal ofrece un sitio en el cual pasar de manera medianamente decente una noche, yo espero que las líneas aquí incluidas le hagan pasar al lector ocasional unos minutos medianamente agradables.

En este hostal no vas a encontrar pisos alfombrados, pero seguro que siempre estarán limpios. No habrá botones que te lleven las maletas, pero seguro que habrá alguien en la recepción que te ofrezca una sonrisa.

Aunque creo que es prudente advertir que, como en casi todos los hostales, los inquilinos, pasajeros efímeros en su mayoría, serán historias poco convencionales, por no decir que patéticas y/o bizarras.

De tal suerte, con las advertencias hechas, sólo puedo decir que la puerta está abierta para quien guste entrarle al hostal.