10.31.2017

¡Corazones a la Carga!

Recomiendo poderosamente leer la siguiente historia al son de Brown Eyed Girl, de Van Morrison.

La vi por primera vez la tarde del jueves 6 de septiembre cuando acepté prestarme a la pantomima de la novatada.

Mi misión era ir a los salones de los primeros semestres a engañar a los chicos para que permanecieran en sus aulas en el momento preciso para ser emboscados por los gandayas de quinto y tercero.



Cuando entré con desánimo a ese cuarto de lámina solo vi a un montón de chicuelos de primer semestre; pero apenas me planté al frente del grupo, todos ellos desaparecieron... menos ella. Sentada en una esquina, brillando como una constelación completa, su imagen provocó que mi mandíbula se fuera al piso y que mi corazón empezara a latir a un ritmo que hacía meses no experimentaba.


No recuerdo ni cómo terminé mi discurso porque desde el momento en que la vi no había más nadie en su salón, ni en la escuela, ni en la ciudad, ni en el universo. Solo sé que cuando salí del aula de hojalata, llegué a pensar que todo había sido una visión… 

Desafortunadamente, los siguientes días se encargaron de reforzar la idea de que todo había sido una visión: no la volví a ver y para el siguiente miércoles mi mente estaba al borde del colapso, inundada por una colección de problemas que se me vinieron encima. Viloria y Gabriela, Viloria y Malajevich, Viloria y sus amigas de Tercero “C”, Viloria y “Concha”, Viloria y Consuelo… ¡Aaaaaaaargh!


Pero en ese coctel de líos, mi visión de la semana anterior ya tenía un nombre: la bauticé como “La Chica del Chaleco” y todos los días había pasado un rato considerable dirigiendo mi vista hacia la puerta de su salón de manera infructuosa esperando algo que parecía imposible conforme las hojas del calendario empezaron a caer.

Y entonces, una tarde, sin advertencia alguna para mi maltratado corazón, la puerta del salón de lámina se abrió "de par en par" para dejarla salir.


Su cabello castaño claro, su complexión menudita, su chalequito gris, sus ojos, su forma de caminar y, por sobre todas las cosas, su increíble sonrisa, me dejaron claro que esa visión que había revoloteado por mi mente durante una semana no era obra de mi imaginación… Ahí estaba, caminando por los mismos pasillos por los que yo solía arrastrar mis pasos.

En ese instante todos los problemas que habitaban en el salón de Quinto “F” y que me tenían al borde de lanzarme al Río Atoyac, se hicieron pequeñitos, y la “Chica del Chaleco”, sin saberlo, me acababa de salvar, porque a partir de ese instante mi vida dio un vuelco y recobró el sentido.

De pronto, dejó de pesarme la tragedia del verano anterior y, más importante, entré en conciencia de que debía aprovechar la experiencia del Lunes de Desquite para nunca más volver a “morirme de nada”. Esa tarde de septiembre, cuando vi que mi visión no era tal, sino que era una hermosa niña con un chaleco gris, una blusa blanca abotonada hasta arriba y una sonrisa de fábula, decidí que no me iba a quedar solo viendo.

Si ella ya tenía novio, si era sangrona, vanidosa o si pertenecía a una secta satánica, yo estaba dispuesto a correr el riesgo de que el tiempo me diera otra bofetada, pero a lo que no estaba dispuesto era a no intentarlo…