8.22.2016

El Juego de 'Voli'


Cuando eres adolescente, un juego de voleibol puede ser como la más importante cena de negocios o como la más filosófica conversación entre adultos.

En el otoño de 1990, formar una circunferencia en el patio central del colegio y pasar el balón de un lado a otro no era una manera más de matar el tiempo o de mantenerse en forma, no señor.

Jugar “voli” en el segundo semestre de vida del U-2 era un ejercicio de la vida en sociedad, tal y como la hacían (y la siguen haciendo) los adultos.


Entrar a esa dinámica era aceptar ser parte de una metáfora de la vida misma: llena de indirectas, de insinuaciones y de dobles mensajes; nada era claro ni directo. Desde el momento de formar la rueda las cartas se tiraban: si eras el último en ser invitado, estabas a nada de ser una paria social y a veces era mejor que ni te dijeran a ser el último en ser convidado.

Por supuesto, era peor que ni siquiera te invitaran a jugar.

Pero ya dentro de esa parodia de la sociedad, la mandadera de mensajes “ocultos” se ponían a la orden del día: el elemental era que alguien no te pasara la pelota, inconfundible señal de que no le caes, de que te odia, de que quisiera verte muerto o al menos muy enfermo. Y si los interfectos eran un chico y una chica, bueno, las dimensiones del drama se multiplicaban.

Más de uno vio su corazón al menos fracturarse jugando “voli” en la plancha principal del U-2 aquel semestre. Y es que no era normal ver cómo la chica de tus sueños le pasaba la pelota a todos menos a ti. Al inicio podía ser una coincidencia, pero luego de 15 minutos de no contar ni una picada o una voleadita al menos, resultaba evidente que no era una buena señal.

Pero había también espacio para lo contrario: esas bellas escenas cuando la niña que te gustaba te pasaba la pelota, siempre con la intención de que pudieras lucirte a la hora de hacer tu propio pase, remate o clavada. A veces, presa de los nervios, la chica pasaba mal la pelota y el receptor hacía todo lo posible para rescatar la jugada y que no quedara mal ninguno de los dos. Cuando lo lograba era como una comunión en el paraíso. Ambos se quedaban viendo y “las chocaban” con su imaginación. Cuando no, el que daba mal el pase se sonrojaba al extremo con la falla, y al doble cuando recibía esa mirada que la excusaba del mal pase.

Esos eran los mensajes elementales con final feliz, pero desafortunadamente, también había los oscuros, confusos e indescifrables, como los que me tocaron a mí.

Todo empezó cuando Gabriela entró a la rueda.

La chica ahora de Tercero “C”, la mismita del Terror en el Atlantic Rojo, quien por cierto no conocía a nadie de los que estábamos en el círculo, de pronto ahí estaba.

¿Qué hacía ella ahí, entre todos mis compañeros del quinto “F”, a quienes jamás les había visto cruzar palabra con ella? Si de por sí ya era perturbador que estuviera ahí, su primera acción fue el doble de perturbadora: se acomodó justo a un lado de Viloria ¡Nooo, por favor!

No hubo mirada de “Hola” hacia mi dirección, por supuesto, y yo traté de mantenerme indiferente a la situación. Lo logré con creces… durante 5 segundos.

Fue cuando me vi inmerso en una de las situaciones que les narraba al principio, en la parte triste. Ella no se molestó en mandarme ni un solo balón pese a que estábamos en un ángulo que favorecía hasta por comodidad que conectara la pelota en mi dirección.

Pero si eso ya era para arrojarse al Río Atoyac, lo que siguió de plano sí se voló la barda. De pronto, Gabriela y Viloria empezaron a pasarse la pelota uno al otro en repetidas ocasiones a pesar de que seguían casi juntos en la rueda. 


Durante un par de segundos traté de entender lo que estaba pasando ahí. Quiero decir, él era mi mejor amigo y sabía perfectamente cada detalle de la tragicómica historia que tenía yo con esa niña, quien en algún momento tuvo un sitio especial en mi vitrina de ideales, los cuales fueron hechos añicos por su particular e indescriptible forma de ser, y no obstante, él parecía disfrutar estar pasándose el balón con ella en mis narices.

Por supuesto que entonces nadie me había explicado bien que uno no es el centro del universo y que los demás no giran a nuestro alrededor, y en ese momento lo que yo sentía era más bien que los astros confabulaban en mi contra.

Cuando la palabra “traición” revoloteó por mi cabeza como una de esas asquerosas mariposas negras, entró alguien más al juego: era Zaida, la niña del “D” que había bateado a mi "mejor amigo" casi al mismo tiempo en que Gabriela hizo lo propio con quien redacta estas líneas.

Por supuesto, no podía dejar pasar esa chance... Era hora de combatir fuego contra fuego y así lo hice “¿esto es lo que quieres, amigo? Pues ¡toma, toma y toma!”. Ingenuamente, Zaida se hizo partícipe del juego sin darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.


Y así se pasaron los siguientes 10 minutos de juego en los que, a pesar de que había 15 chavillos pasando de un lado a otro la pelota, el protagónico se lo llevaron cuatro y, especialmente, dos que nunca hablaron sobre esa tarde y, todo lo contrario, dejaron que los mensajes ocultos del voleibol del Bachillerato se quedaran en esa ruedita y fueran de alguna extraña manera, el prólogo de un conflicto que ya parecía inevitable...