1.21.2014

Mi amigo el mensajero

(se sugiere escuchar Roam de The B-52s mientras se lee el siguiente relato)


Mediada la primavera de 1990, no parecía haber cumplido año y medio fuera del suburbio en el que crecí, pues mis virtudes para socializar eran ínfimas y, por supuesto, eso en cuarto semestre de Bachilleres era como un suicidio. 

Sin embargo, la vida suele ser benévola con todo mundo y al que no le da dinero, le da sesos, al que no le da auto le da unas piernas que aguantan cualquier caminada, y a mí que no me dio mucho valor para hablarle a las niñas, pues me dio a… Viloria…

El jueves 5 de abril por la mañana, al esperar el CREE-Madero en el Circuito Interior, por poquito lo pierdo por quedarme viendo un dibujo de Garfield que le había hecho a esa niña de 2º “C” mientras me preguntaba cuántas semanas hacía que lo llevaba conmigo en mi carpeta Trapper Keeper, sin haber tenido las agallas necesarias para dárselo…

Ciertamente no encontré respuesta a mi cuestionamiento, pero el papel aún no estaba amarillento, por lo que pensé que no podía tener más de 2 años ahí guardado… cobarde…

Según yo, en ese momento tomé la decisión de que si ella llegaba a la parada del autobús, ahora sí se lo daría. Afortunadamente, ella no se presentó y las venas de mi cerebro se salvaron de explotar antes de que dieran las 7 de la mañana.


Creí que llegado a la escuela y con la puesta en marcha de la monotonía de las clases-no clases podría olvidar un poco ese asunto, pero fracasé miserablemente: acabó la tercera sesión y yo sólo podía pensar en salir del salón con todo y mi dibujo escondido en la carpeta.

Pero cuando el momento llegó, la emotividad se esfumó. Digamos que ella no cumplía de ninguna manera su parte como protagonista de una historia de amor que solo existía en mi mente adolescente. Ni ella volteaba a mirarme y mi mano era incapaz de dirigirle un saludo… Patético.

Entrada la tarde, el día no solamente dejó de prometer sino que se volvió una basura: teníamos problemas en la clase de Contabilidad y a las 13:30 me esperaba una junta de jefes de grupo. Por si fuera poco, a mi lado tenía a un enamorado correspondido: Viloria suspiraba en dirección del 4º “D” y uno que otro suspiro venía de vuelta desde aquel salón.

Media hora antes de mi junta, las obligaciones estudiantiles del resto de mi grupo habían concluido, por lo que Viloria tenía la opción de partir a su casa, pero declinó hacerlo porque él sí tuvo el valor de quedarse a esperar a que saliera de clase la “dueña de sus quincenas” como solíamos referirnos a nuestros intereses románticos de entonces.

Pero había un pequeño problema: tenía que recuperar su portafolios que había tenido a bien llevarse el siempre bromista Luis Malajevich, quien para ese momento ya caminaba a la mitad de San José Vistahermosa muriéndose de la risa por su gracia.

Pegamos la carrera para alcanzar a Malajevich y justo al pasar por la puerta del plantel, casi sin querer, miré hacia atrás y me percaté de que ahí venía también la niña del 2º “C”… “¿Ya viste quién viene atrás?” me cuestionó mi amigo. “Sí, ¿por qué crees que corro?”, le respondí mientras aceleraba el paso como si de verdad estuviera haciendo el esfuerzo de recuperar su portafolios y no fuera más bien que estaba huyendo despavorido de la posibilidad de toparme de frente con aquella diva del chándal gris con rosa.

Unos minutos después, prácticamente en la Calle 10 conseguimos el objetivo de recuperar las cosas de Viloria, lo que nos dio la chance de poder volver tranquilos al plantel… ¿tranquilos? ¡Pum! Tres minutos después, sobre la misma acera, nos íbamos a cruzar de frente con ella y su inseparable amiga…

Silencio absoluto… ni un adiós… nada… Rayos…

A los 15 metros me detuve y no sé si fue por el nerviosismo del decepcionante instante o porque algo se me hiperventiló, pero en ese instante tuve la torpe idea de decirle a Viloria que si le podía dar el dibujo.
Tras soltar mi torpe petición por mi mente pasaron varias factibles respuestas:

1. Viloria me daría un zape y me diría que se lo entregara yo, que no fuera cobarde.

2. Viloria me diría que mejor otro día pues había que regresar todavía toooodo Vistahermosa hasta la escuela y el riesgo de que Zaida se esfumara por el río era importante.

Sin embargo, ninguna de estas respuestas fue la que obtuve: “Claro, dámelo”.  

Mi arrepentimiento fue inútil pues Viloria ya me había tomado la palabra y antes de que pudiera decir “binomio cuadrado perfecto” ya se había arrancado a correr para alcanzarla. Para completar el cuadro dantesco, en vez de quedarme a esperarlo ahí y al menos ver a lo lejos la entrega prometida, emprendí la retirada a toda velocidad en dirección contraria.

De vuelta en la escuela, ya todo mundo hablaba de la Primera Gran Junta de la Mesa Directiva de Alumnos del U-2, pero yo solo tenía ojos para la puerta del colegio, la cual Viloria cruzó algunos minutos después. 

Cuando lo hizo, lo primero que hice fue ver hacia sus manos, que venían vacías ¡Ajúaaaaaaa! Lo había logrado, se lo había dado.

Qué inocente y torpe podía ser que el solo hecho de que ella hubiera recibido el dibujo era razón para festejar… “Pues mira, primero me hizo una como mueca, pero luego cuando lo vio medio se sonrió y lo aceptó, y vi que se lo llevó en la mano”, me contó mi amigo, quien se quedó a protagonizar su propia historia mientras yo entré a uno de los laboratorios a ver cómo todo mundo se agarraba del chongo en la famosa junta.

Al final, el asunto del portafolios le costó a Viloria no hallar la oportunidad de hablarle a Zaida, pero a mí me dejó lleno de agradecimiento con mi amigo, porque ese gesto que para él tal vez no fue la gran cosa, más allá de correr 30 metros para alcanzar a una desconocida, para mí fue un eslabón más que hizo fuerte una amistad que trascendería, incluso, a la destinataria del mentado dibujo…

Sigue leyendo: Terror en un Atlantic Rojo