10.24.2008

Maquíllate...


En el mundo del estrés, de las prisas, la histeria y los días de 15 minutos libres, a veces pasamos por alto detalles que nos recuerdan cuántas maravillas hay a nuestro alrededor que tienden a volverse invisibles.

Hacía mucho tiempo que no tomaba un transporte público antes de las 9:00 horas sin dormirme al momento de tomar asiento.

Hace unos días lo hice y apenas vi hacia adelante, la imagen que llenó mis ojos fue como un dejà vu de miles de veces que había presenciado la escena que estaba a punto de observar y de cómo nunca dejó de maravillarme por su sencillez y al mismo tiempo por su altísimo grado de complejidad...


Me explico:

En el asiento de adelante, una chica de, no lo sé, unos 26 o 27 años saca de su bolso una polvera, equipada con un espejo circular.

Inicia la ceremonia.


Nunca me expliqué cómo es que al 99 por ciento de las mujeres que usan el transporte público nunca les da tiempo de maquillarse en sus casas. La duda nació desde mi adolescencia y aún hoy soy incapaz de responderla. Por ello, no necesité mucho tiempo para recordar la rutina, que me sé casi de memoria.

De entrada, el arte de usar cosméticos en un autobús, microbús, vagón del metro, taxi o cualquier otro vehículo en movimiento es algo que sólo una mujer puede dominar: el equilibrio para no darse un brochazo de más en la cara en caso de un enfrenón y, vamos más allá, la capacidad que tiene la mayoría de las féminas para, pese a las condiciones de la ruta, con acelerones, baches, topes y demás obstáculos, realizar su rutina con ritmo, con cadencia, como si fuera una danza en una cuerda floja.

La chica sostiene el espejo con una mano y la brocha se mueve rápidamente en la otra. Bastan 15 segundos para separarla a ella del inmenso grupo de mujeres que se maquillan por maquillarse en la mañana, aquellas que ni con dos kilos de pintura ocultan la fodonguez ni logran tapar la cara de fastidio que les acompañará el resto del día; no, ella aplica cada gramo de rubor con intención, con medida, con clase. Hay expectativas para su día.

El rubor es la parte fácil. La brocha regresa a la bolsa, que reposa en sus piernas, y de quién sabe dónde, sale la infaltable cuchara.

Científicos del mundo entero han dedicado años a tratar de inventar el rizador de pestañas perfecto, pero nada ha superado a la famosísima cuchara.

Con una cadencia que no tiene nada qué ver con el instrumento en su mano, la chica pone en riesgo su vida al enchinarse las pestañas evitando sacarse un ojo. Ni el chofer más cafre o el hoyo más profundo en el pavimento han logrado que eso suceda y esta no es la excepción. Ahora sí, la cuchara se oculta y el rimel entra a escena acompañado del espejito circular.

Afortunadamente, su uso no es excesivo, ella lo aplica como creo que debe ser, como un pequeño acento para las pestañas, no como un ungüento casi chapopotezco que afea en lugar de embellecer.

Han pasado apenas seis o siete cuadras con semáforos incluidos y la obra está casi completa. Falta la cereza en el pastel.

Aun antes de salir del bolso, se puede adivinar "quién" viene. Echar los labios para adentro de la boca deja en evidencia que es su turno de recibir el maquillaje.

No soy enemigo de los lápices labiales, pero como buen aficionado de la belleza que Dios le da a la mujer de fábrica, prefiero y aplaudo cuando en lugar de usar pintura optan por el brillo labial.

Mi compañera de viaje coincide con mis gustos y lo aplica en la medida exacta para darle a su boca un tono ciertamente llamativo. Se aprecia claramente en el reflejo en el espejito.

Sin necesidad de apurarse, guarda el brillo y después cierra lentamente el estuche que tiene el espejo.

Como si hubiera calculado con una súper computadora la cantidad de calles, el tiempo de los altos, el número de paradas del transporte y la cantidad de segundos que le tomaría ir de su lugar hacia la puerta del micro, se levanta y toma camino hacia la bajada.

Antes de tocar el timbre se da el lujo de voltear cuatro segundos en dirección a mí, y con una leve sonrisa me dice que, por si fuera poco, dentro de toda su ceremonia de maquillaje, de los riesgos para no darse un brochazo de más, para no sacarse un ojo con la cuchara o con el aplicador del rimel, dentro de todo eso, también ha aprendido a manejar el espejo y sí, me vio admirando su mágico ritual matutino.

Por eso las adoro...