8.25.2014

Y tú ¿por qué corres?

Durante mucho tiempo carecí de respuesta a la elemental pregunta y tú ¿por qué corres? que infinidad de veces me hicieron infinita cantidad de personas.

Esa respuesta en cierto sentido creo que debería ser parte del equipamiento básico del corredor, tan elemental como los zapatos, las calcetas, la gorra o las licras y, no obstante, corrí durante muchos años sin llevarla conmigo, lo que me hizo acreedor de varios comentarios que castigaban un poco esta loca pasión de recorrer calles a paso veloz:

“Yo no le veo el caso”, “Estás bien pendejo”, “Ni tú sabes cuál es el objeto de correr y correr”, etcétera, etcétera, etcétera…

Nunca le di mucha importancia real a encontrar la contestación a esa interrogante porque nunca fue tan importante que me llamaran pendejo o “desobjetado”… Sin embargo, un día domingo 16 de marzo de 2014, tras cruzar el kilómetro 33 de mi primer maratón, cuando las piernas empezaron a entumirse y un dolor intenso recorría todo mi abdomen, de no sé dónde se me apareció la pregunta y tú ¿por qué corres?

Con el sol sobre mi cara, casi deshidratado y prácticamente exhausto, no necesité pensar mucho para que las imágenes vinieran a mí, una por una:

1 La salida del catecismo

A los 8 años, después de la clase de catecismo, acostumbraba salir de la escuela e irme caminando solo a casa, la Miss Isabel sabía que a pesar de ser yo una pulguita, mi madre me había adiestrado lo suficientemente bien como para caminar 30 minutos desde el Colegio Patria hasta mi casa, pues ella tenía que trabajar y no podía ir por mí.

Sin embargo, esa tarde la Miss Isabel no estaba en la escuela y le encargó el control de la salida a una adolescente que, por supuesto, me impidió pasar por la puerta del colegio “hasta que un adulto venga por ti”. Ni todas mis explicaciones sirvieron para que la chica me dejara salir; para ella no había lógica en que un niño se fuera solo cuando los padres de tooooodos los demás iban a recogerlos.

De tal suerte, estaba condenado a quedarme encerrado en la escuela para siempre porque en aquellos ayeres no había forma de comunicarme con mi madre o con la Miss Isabel para exponer mi situación. Cualquier niño de 8 años se habría sentado a esperar que un adulto le resolviera la vida, pero yo no. Me dediqué los siguientes minutos a ver cuál era la mecánica con la que la chica de la entrada entregaba a los niños y no me costó mucho tiempo estudiarla.

A los pocos minutos, me acerqué sigilosamente y cuando ella se estiraba a pasar la mochila de una de mis compañeritas, yo me escabullí por debajo de sus brazos y entonces corrí como nunca antes. Escuché sus gritos y, por supuesto, temí que sus piernas del doble de largo que las mías fueran herramientas para mi captura.

Por eso no paré de correr hasta que no pude más, unos 5 o 6 minutos después. Claro, no era ningún atleta, pero conseguí mi cometido, me escapé y pude volver tan campante a casa. 

Aún hoy día no me gustaría haber estado en los zapatos de la chica de la entrada en los minutos que tardó en enterarse que el cabroncito que se le escapó a toda velocidad tenía, en efecto, el permiso de irse solo.

2 Los boy scouts

Preocupada por mi poca adaptación a la sociedad, mi madre me obligó a entrar a los boy scouts cuando estaba en tercero de primaria. 

A regañadientes acepté ir, pero no necesité ni una sesión completa para que mis peores temores se hicieran realidad. En el primer día, un chavito estaba meciéndose en un columpio como a 10 metros de donde yo estaba y el muy tonto se cayó y se descalabró. Ignoraba entonces y lo desconozco aún, pero aquella bola de pequeños energúmenos no podían aceptar que uno de los suyos fuera tan bruto como para caerse de un columpio y, por supuesto, lo más fácil fue culpar al nuevo del ridículo. 

“Le toca golpiza y charco de lodo”, fue el veredicto de un juicio sin derecho a defensa dirigido por los niños vestidos de idiotas que, para colmo, fueron secundados por los idiotas vestidos de niños que se suponía que nos estaban cuidando y que no vieron absolutamente nada cuando el otro se cayó del columpio.

Sádicos como siempre han sido los scouts, decidieron disfrutar la situación y a uno de los más grandotes le vino al cráneo la idea dejarme correr y darme 10 segundos de ventaja con la amenaza de que si me alcanzaban me iba a ir el doble de peor. Por ello, cuando dieron la señal, más de uno seguramente quedó con la boca abierta, porque literalmente desaparecí de sus vistas.

Afortunadamente, además de ser rápido para correr, mi tamaño potenció la capacidad para ser escurridizo, por lo que no me costó trabajo esconderme en el rincón más insospechado de la recámara de los padres de mi amigo Memo Carrillo, quien vivía a dos calles del parque de los scouts a donde, por supuesto, no volví siquiera a acercarme. 

3 Al rescate del balón

En algún momento de mi ya lejana infancia, tuve el poco usual placer de estrenar un balón de futbol como el que usaba la gente con dinero, el cual fue un regalo muy especial de una gran persona que me vio en algún momento corriendo detrás de una pelota de hule ponchada y despintada, quien decidió llenar de alegría mi vida con un auténtico balón Garcís color amarillo, que brillaba como el sol y botaba como ninguna de mis pelotas Salver en su mejor momento.
Por supuesto, semejante regalo merecía el mejor de los debuts: en nuestra cancha del segundo retorno de la 3A Sur, con toda la palomilla, en un partido de poder a poder.

La tarde había sido perfecta, los goles cayeron por montones y casi todos chulearon mi balón nuevo. Sin embargo, en la que fue realmente la última jugada del partido, mi mejor amigo Esteban soltó un trallazo que, con todo el tino del universo fue a dar a la cara de una señora malencarada que todavía no terminaba de sobarse cuando ya había mandado a unos niños que la acompañaban a apropiarse del esférico mientras nos lanzaba toda clase de improperios.

Como poseido por la imagen de Henry Kissinger, decidí irme directamente a pedirle disculpas a la señora, que luego de agarrar el balón, empezó a caminar indignada por una callejuela que conectaba la cancha con la 3 Sur...

Incrédulos, la mayoría de mis coequiperos e incluso algunos rivales nos siguieron y la escena, quiero imaginar, al menos fue singular... El problema es que mis palabras en lugar de tranquilizar a la mujer, la ponían cada vez más colérica.

Al doblar la calle, la señora, ya con los ojos desorbitados, amenazó con echarnos a una horda de adultos y, de hecho, le dio la instrucción a uno de los mozalbetes que la flanqueaban de ir a la colonia de enfrente por "sus tíos", con lo que la tensión se puso a todo lo que daba...

En ese momento por mi preadolescente mente pasó la idea de tener que desprenderme de ese regalo tan especial justo el día que lo estaba estrenando, tener que volver a las pelotas de plástico y nunca más sentir la sensación de tomar con mis manos un balón profesional al detener un penal o hacer una heroica atajada... Por supuesto, ese momento fue patético.

Sin embargo, cuando uno de los niños mandó desde la esquina la señal de que "ahí vienen" (los tíos), algo me poseyó y justo en el momento en que la señora volteó yo metí mi puño entre su brazo y su costado, justo lo necesario para zafarle el balón, el cual creo que ni dejé botar en el piso antes de recuperarlo, abrazarlo con todas mis fuerzas y salir corriendo como alma que llevaba el diablo.

Cuentan las leyendas que un instante de incredulidad llenó la escena y todos quedaron petrificados mientras yo corría a toda velocidad. Cuando el instante se desvaneció, todos empezaron también a correr: los más cobardes de vuelta a sus casas, mis amigos detrás de mí y los acompañantes de la señora atrás de nosotros. Nunca confirmamos cuántos ni de qué tamaño eran. 

No sé cuánto habré corrido, pero claro tengo que no me detuve hasta que sentí que mi balón se quedaría conmigo, muchos, muuuuchos metros adelante.

4 Cuando el amor llama 

Cuando tenía 23 años, un par de llamadas me pusieron ante la posibilidad de ver de nuevo a la chica de mis sueños luego de muchos, muchos, muchos meses de la última vez que mis ojos se llenaron con su sonrisa. El compromiso se selló 15 días antes para un miércoles, mi día de descanso del trabajo.

La fatalidad se hizo presente 24 horas antes de la cita cuando fui conminado a trabajar el día más importante de mi vida por culpa de los Juegos Olímpicos de Atlanta. No hubo forma de contactarla para cancelar. Simplemente, la iba a plantar y por consecuencia ella nunca más querría saber nada de mí.

Aquella tarde me presenté a laborar como siempre a las 17:00 horas sin reproche alguno. Pero 13 minutos antes de la hora pactada para la reunión, una fuerza desconocida se apoderó de mí y sin dar mayor explicación a nadie, salí corriendo de la oficina a toda velocidad. Doblé la esquina y al cruzar una privada, un auto salió a mi encuentro. La memoria me da para recordar que alcancé a evitar el golpe seco saltando, pero no evité caer sobre el cofre para sorpresa del anciano que conducía, y de su horrorizada esposa.

Lo simpático del asunto es que fui yo quien pidió disculpas por el “atropellamiento” y tras sacudirme el polvo del carro arranqué a correr nuevamente a todo lo que daba.

Esa tarde recorrí 5 calles a paso veloz, 4 atropellado, pero alcancé el autobús que me llevó al sitio de la reunión, platiqué cinco minutos con la chica de mis sueños y volví al trabajo sin siquiera contarle lo que había pasado para poder verla.
(la historia completa de este episodio está detallada aquí mismo)

5 El asalto 

En los albores de 1998, Jacobo Zabludovsky tuvo la ocurrencia de retirarse de la conducción de su noticiero de la noche y por ello la sección de Deportes del diario Reforma cerró en primer tiro para dejarle su espacio en el segundo tiro de la prensa a las páginas de espectáculos. Traducción al español: por primera vez desde mi llegada a la empresa donde trabajaba desde 7 meses antes, ya no tenía nada qué hacer a las 21:30 horas y era libre para irme, o esperar 2 horas y media a que me llevaran en los taxis de la empresa.

Indispuesto a quedarme tanto tiempo viendo a la pared, me aventuré por primera vez a irme de noche a la Unidad Habitacional IMSS Santa Fe donde compartía un departamento con mi primo.

A pesar de que viajé con el corazón en una mano y desde Tacubaya me fui casi solo en el pesero ya a las 22:30 de la noche, nada pasó hasta mi llegada a la parada final. Cuando atravesé la calle y vi a lo lejos la entrada a la unidad me dije a mí mismo “ya chingué”.

Acto seguido, se me acercan tres sujetos y uno de ellos me dice “dame un peso”, yo contesto “no”, y entonces aquel se pone rudo y espeta “no te hagas pendejo, dame todo lo que traes”.

Yo abracé mi backpack y la alejé del trío, a lo que siguió la orden del líder para el que estaba más cerca de mí: “¡pícalo!”.

A veces los rasgos más característicos de tu personalidad salen a relucir en momentos como éste, cuando tienes un segundo para decidir. Yo pude optar por darle mi mochila, con mi walkman, mi sueter viejo y los 300 pesos que me quedaban para la quincena. Pero en vez de eso, decidí darle un mochilazo al de la navaja cuando hacía su movimiento y arrancarme a correr.

El tipo que iba armado fue el que se aprestó a seguirme y al acercarse me lanzó la típica patada para tirarte, con tal suerte que solo rozó mi pié que iba en el aire, por lo que trastabillé, pero no caí y él quedó en el piso.

Desafortunadamente, la entrada a la unidad habitacional estaba todavía muy lejos, él estaba muy alto y yo era la misma pulguita de siempre, por lo que le dio buen tiempo de levantarse y alcanzarme por más que apreté la carrera.

En plena puerta de la unidad habitacional le di otro mochilazo, él me lanzó un navajazo más y entonces grité con lo que me quedó de aliento hacia la caseta de policía y saqué fuerzas para correr pendiente arriba solo para descubrir que la caseta estaba vacía. 

“Ya valí madres” fue lo que pensé, pero mi agresor ya no subió y me salvé.

Recuerdo que esa noche lo primero que hice al llegar al departamento fue buscar la palabra “asalto” en el diccionario para saber si la podía usar para describir lo que acababa de pasar pues no me quitaron nada, y lo segundo que hice fue decidir que al día siguiente iba a buscarme otro lugar dónde vivir.

6 La balacera

El 1 de diciembre de 2009, Edgar Enrique Bayardo del Villar fue asesinado a balazos en un Starbucks al sur de la Ciudad de México. Cuando su cuerpo fue rociado por una lluvia de balas yo estaba a 3 metros, de espaldas a la ejecución, en la entrada del café. Un colega que me acompañaba me jaló y me dijo “vámonos”, pero no dimos ni un paso cuando un sujeto, muerto de los nervios, ataviado con una sudadera gris cuyo gorro casi le cubría la cara, nos cerró el camino, pistola en mano. Gritó que nos fuéramos al piso y cuando la mayoría obedecía, a mí algo me poseyó y en lugar de tirarme, me escabullí por un lado del tipo y empecé a correr sin voltear hacia atrás…

Resulta cómico pensarlo, pero si el tipo de la sudadera hubiera disparado, yo habría muerto corriendo; pero no lo hizo.

Aquella mañana, el comando que asesinó al entonces testigo “protegido” de la PGR tenía la evidente orden de cumplir con su chamba sin complicar las cosas porque no hubo ningún herido y eso, creo, me salvó la vida; claro, siempre es más difícil darle a un objetivo que está corriendo, así que me gusta pensar que al menos le habría complicado la tarea al tipo de la sudadera.

Después de recordar tooooodo lo anterior, mi mente se iluminó aquella soleada tarde de marzo de 2014 mientras me acercaba a la meta de mi primer maratón en la ciudad de Barcelona, y por primera vez, ya no tuve que buscar más la respuesta a la gran pregunta, porque ella vino sola a mí:

“Y tú ¿por qué corres?”… ¿Yo? yo corro por mi vida.

8.10.2014

La Madre de Todos los Souvenirs




En junio de 2011, en un puesto de venta de artesanías en Plaza de Catalunya llamó nuestra atención una t-shirt con el estampado de una flor que nos pareció extrañamente familiar luego de casi una semana de vagar por Barcelona. 

Como buenos e ignorantes turistas, mi súper brother Ricardo Madrigal y yo preguntamos si significaba algo esa flor en la playera a lo que el vendedor, fabricante de las mismas, nos explicó con toda amabilidad que se trataba del dibujo de “las baldosas” de Barcelona.

"¿Las qué?” preguntaron los buenos e ignorantes turistas.

"Las que se usan en casi todas las calles de la ciudad”…

"Ahhhh, las baldosas… ja ja ja ja…”

(baldosa2. (De or. inc.). 1. f. Ladrillo, fino por lo común, que sirve para solar.)

No me acuerdo si compramos la playera, pero sí recuerdo que a partir de ahí nos obsesionamos con las baldosas y a cada ocasión que encontrábamos una, lanzábamos el grito de guerra "¡las baldosas!" lo cual se convirtió en una broma local durante el resto de aquella vacación primaveral en la capital de Catalunya.

Habría yo de volver un año después a la Ciudad Condal y entonces la obsesión se convirtió en enamoramiento… amaba ver las calles donde ese particular diseño de la flor era utilizado.
Un poco más informado, ya sabía que “la flor más pisada de Barcelona” data de 1900 y que fue diseñada por Juli Capella i Quim Larrea, considerada, literalmente, piedra angular del diseño Modernista, usada primero para pavimentar los patios de caballos de "La Casa Ametller" y más tarde adoptados para esparcirse por las banquetas de toda la ciudad junto a los otros cuatro diseños (Cuatro redondas, Pastillas de chocolate, Circunferencias concéntricas y Rombos con cuatro círculos).

Mi pie sobre la baldosa, junio de 2012, cerca de la Barceloneta.


En aquella visita de 2012, mi enamoramiento solo me dio para buscar algún souvenir con el diseño, pero lo más que encontré fue un chocolate carísimo que, por supuesto, no compré, porque estaba condenado a terminar en algún estómago, el mío en el peor de los casos.

Al volver a México, sentí que algo faltaba en mi maleta, pero también estaba seguro de que había carecido de la claridad mental necesaria para evitar traerme ese hueco…

En marzo de 2014 y tras una ausencia de casi dos años volví a Barcelona con un toque de magia que me hizo cumplir con muchas cosas que antes eran un simple sueño: corrí un maratón en la ciudad más hermosa de la península ibérica, conocí la ciudad en una bicicleta que compré con los señorones de Cap Problema, tomé algunas fotos chidas y tuve la claridad mental, y la fortuna, para no traerme el mismo hueco de 2012 en la maleta.

La idea cruzó por primera vez por mi cabeza en una de esas caminatas de 5 o 6 horas que me llevó del Gothic a Port Vell, de ahí a El Raval, a Saint Antoni, a la Ronda Universitaria, al Eixample y a Plaza de Catalunya… Mis ojos se pasearon por los pisos como si trajera a cuestas la más horrible de las depresiones, pero no, la mira estaba puesta en el piso, buscando una, tan solo una que estuviera rota, suelta o al menos floja, porque, eso sí, jamás consideré ni de cerca la idea de arrancar una de su lugar, eso nunca.

Desafortunadamente, una semana después, la depresión estuvo por hacerse real. No había una sola baldosa a merced de un baboso mexicano.

Un par de días antes de tener que coger mis chácharas y volverme con el mismo hueco de dos años atrás, tuve a bien hacer mi tercera visita al Can Paixano, bar de tapas conocido popularmente como la "Xampanyeria" y que está en la estima más alta de quienes queremos comer algo típico y llevamos el bolsillo más o menos despoblado...


La entrada del Can Paixano en Carrer de la Reina Cristina 7... Justo enfrente de la tienda donde está el letrero de Sony, de ahí tomé la Madre de Todos los Souvenirs de Barcelona.

Desde la primera vez que fui me había topado con que la calle estaba cerrada porque estaban rehaciendo la carpeta de asfalto, lo cual me pareció molesto en esa oportunidad pues había muy poco espacio para transitar, apenas la banqueta. Sin embargo, en esta ocasión lo que estaba cerrado era la banqueta porque estaban quitándola toda… ¡quitándola toda!

Ahí fue donde mis ojos se clavaron en una pila de escombro y sí, ahí estaban, todas rotas, una tonelada de baldosas, todas destrozadas… Oportunidad única, estúpido único… Me dio miedo acercarme a los obreros que ahí laboraban para pedirles chance de tomar un pedazo de baldosa aunque fuera.

Me metí a comer y pensé que con la barriga medio llena vendría el valor para decirles a esos malencarados tíos nada más abandonara la “Xampanyeria”. Sin embargo, al salir fue que ocurrió la magia de la que hablaba arriba. Inconsciente de la hora, hasta que di un paso afuera y me percaté que la calle estaba desierta caí en cuenta que eran alrededor de las 15:30 horas y que eso en España solo puede significar una cosa: ¡hora de los sagrados alimentos!

De tal suerte, no tuve que pedirle permiso a nadie. De hecho, ni siquiera volví a donde estaba el escombro que divisé en un principio, porque a unos metros de la entrada del Can Paixano había una pila de baldosas sueltas y todas estaban completas…

Me dí el lujo de escoger la que tuviera menos cemento en la parte posterior, la metí a una bolsita de papel de nike que le vino como guante, la cual además cumplió una función retórica pues decía en uno de sus costados "Just do it" y pues le hice caso, lo hice, y partí con la madre de todos los souvenirs en una mano y una sonrisota en la cara.

El destino final de mi baldosa, en mi lugar de trabajo en la Ciudad de México.