2.15.2014

Terror en un Atlantic rojo...

(Se recomienda leer esta historia mientras suena
She Drives Me Crazy
de Fine Young Cannibals)





El dibujo que “le entregué” a la niña del 2o “C” la tarde del 5 de abril de 1990 era prácticamente mi última carta para saber si el sueño de pasar a engrosar las filas de los romances más legendarios del U-2 podía hacerse real o se convertiría en una… pesadilla.

Desafortunadamente, el timing para la entrega de mi “declaración de intenciones” fue el peor que podía haberse dado. Un día después salimos de vacaciones de Semana Santa.

Nunca antes había denostado un periodo vacacional como aquel. Quince días de distancia no solamente le pusieron hielo a algo que prometía ser un incendio forestal, sino que me hicieron entrar en razón de que a pesar de la graaan plática del 29 de marzo en el CREE-Madero, no tenía absolutamente nada: no tenía su teléfono, no tenía su dirección, no tenía nada de nada… Y con esa nada me quedé las siguientes semanas hasta que las mugrosas vacaciones se terminaron.

El 23 de abril, contrario a lo que le pasaba al resto de mis compañeros de la escuela, para mí fue un bálsamo levantarme a las 5:30, echarme agua en la cara y ponerme mi pseudouniforme para volver a esa adorada rutina de ser estudiante del cuarto semestre y, por sobre todas las cosas, a tomar el toro por los cuernos con la chica del 2o “C”.

Una hora después, me fue imposible caminar a la esquina del Bulevar Valsequillo y el Circuito Interior porque una calle antes, sobre la 16 de Septiembre, Liliana y su hermana Ericka, una de segundo semestre y la otra de sexto, me hicieron la plática y yo no tuve las agallas para escaparme, además de que siempre fue un gustazo platicar con ellas. Y no obstante, mi mirada estaba a 300 metros de ahí, atormentada por la idea de que ese día que no podía estar ahí como tantas veces anteriores, fuera la que el destino escogiera para que ella hiciera acto de presencia.

Pero entonces se detuvo junto a mí un Atlantic rojo y la familiar voz de Patrick Lira me invitó a subir y ahorrarme el viaje en camión hasta la escuela. Resignado, acepté la propuesta y cuando me relajaba tratando de disfrutar el viaje en auto, en la esquina de la 5 Sur, ahí estaba ella, con esa cara tan preciosa pero taaan indiferente.

Me di un tope contra el asiento de adelante y sonreí por la ironía del momento: pasaríamos de largo y tal vez, solo tal vez ella me vería a lo lejos. No contaba con que la luz roja del semáforo se prendería y nos detendríamos justo a un lado suyo, provocando que los hechos se precipitaran de manera inesperada.


“Tú conoces a esa chava, ¿no?”, lanzó Patrick al aire, y por un segundo pensé que la pregunta era para su hermano, quien viajaba como copiloto, a fin de cuentas, yo había platicado con ella apenas un par de ocasiones en seis meses y según yo la primera vez no había absolutamente nadie ya en el Máusoleo y en la segunda ocasión el único testigo había sido Viloria, en el camión.

Pero tres segundos de silencio me obligaron a preguntar “¿Yo?”…
-“Sí, tú…”
-“Er… este, pues sí”
-“Ah, pues dile que si se quiere venir”

No me pregunten cómo sucedió, pero dos minutos después, la niña de 2o “C” estaba sentada junto a mí en el asiento trasero del Atlantic rojo. Lo más patético del asunto es que a partir de que subió, el silencio se apoderó del auto y el vacío de mi cerebro… La tenía ahí, a mi derecha, pero del interior de mi cráneo no salía nada qué decirle a pesar de todas la horas que había pasado soñando despierto con tenerla así de cerca…

Por supuesto, ella no hizo el mínimo esfuerzo por ser la que rompiera el iceberg… Impasible, sin siquiera voltear a los lados, bueno, ni a la ventana, como si tuviera una lesión en el cuello. Por supuesto, ni soñar con algún comentario sobre el dibujo que le regalé días atrás…


Petrificado, las calles del trayecto se fueron consumiendo de manera lenta y cruel y yo no tuve más que aceptar la triste realidad y ver cómo, apenas llegamos a la escuela, ella bajó a toda velocidad y prácticamente huyó hacia su salón de clases déjándome ahí con un palmo de narices. No dio las gracias por el aventón, no se despidió, nada, únicamente se fue...

Me tomó todavía un par de días entrar en razón y darme cuenta de que el hechizo de esa sonrisa me había convertido en un tipo sin razón y más torpe de lo usual y todavía me tardé un día más en decidirme finalmente a rescatar lo poco que me quedaba de dignidad en ese asunto, tras lo cual, el 25 de abril, quedó decretado mi muy personal “cambio de guardia”…