2.15.2007

Venganza en el País Vasco

Mis profesores y el Chavo del Ocho me enseñaron cuando era un infante que "la venganza nunca es buena, mata el alma y la envenena"; sin embargo, a todos nos llega un momento en la vida en el que, por más amantes de la paz que seamos, la sed de revancha es tan grande que nos dejamos llevar por ella.
 
Una gélida noche de noviembre, tomé un tren en la estación Sants de Barcelona con la intención de viajar toda la noche y amanecer en San Sebastián, a donde nunca había ido en mi vida. Mi bolsillo me da para comprar un boleto de segunda clase y el sufrimiento inicia cuando en el andén donde se supone que sale el convoy hay uno que en ningún vagón indica el puerto vasco como destino.

De cualquier forma, me subo pensando que, entonces, el tren iría más lejos y San Sebastián sería un destino intermedio. Eso ya me ponía los pelos de punta.

Busco mi asiento y me topo con que me toca ir en una de esas cabinitas con ocho asientos, cuatro de un lado y cuatro del otro. Dos señoras maduras están ya adentro y al ingresar imagino que el viaje apunta a ser tranquilo.

¡Qué equivocado estaba!

Dos horas después, con la media noche y varios cientos de kilómetros atrás, me agarro la cabeza desesperado luego de oir -mas no escuchar- una interminable plática de las señoras, que no se frenaron un solo segundo y, para colmo, hicieron su plática en catalán, o sea, no les entendí nada.

Finalmente, se les acaba el tema de conversación y tras juntar los asientos que tenían vacíos frente a ellas formaron una cama en la que se duermen.

"¡Vaya!" me dije. "Podré pasar en calma el resto de la noche"... Bueno, no acababa de pensar en la palabra noche cuando se abre la puerta del cubículo y un hedor a alcohol es la carta de presentación de un individuo que sube en Pamplona y que vocifera que va a San Sebastián.

Completamente ebrio, se acuesta junto a mi pobre y pequeña humanidad, se duerme a los cinco minutos y empieza a emitir unos ronquidos que seguramente embriagaron a cualquier mosquito que osó con volar cerca de nosotros.

A los tres minutos de que se duerme, las dos señoras se levantan indignadas y exigen al guardia del vagón que las cambie de cubículo. 

Deseo concedido y entonces el único jodido soy yo. 

No puedo contar ovejas porque cuando la sexta brinca la cerca, le llega el hedor de mi compañero de cubículo y muere, causando una huelga en el resto del rebaño. No puedo ponerme a leer porque la humanidad del sujetoa un lado no me deja pasar al interruptor. Me resigno y pienso que por lo menos puedo usarlo como guía para bajarme en la estación que nos correspondía.

Por si las cosas no están lo suficientemente mal, alrededor de las 3:30 horas el tren se descompone y se pasa más de 30 minutos parado. Tras las composturas, al maquinista le entra el espíritu de microbusero de la extinta Ruta 2 y trata de recuperar el tiempo pisándole a todo lo que da y parándose en las estaciones intermedias algo así como 20 segundos por cada una.


Mi temor de no bajarme del tren en el lugar indicado se volvió pánico cuando una de las señoras, alrededor de las 5:30 horas, pierde su bajada cuando apenas tomaba su maleta del guardabultos superior del cubículo.

Empiezo a temblar y mejor me alisto para saltar del tren cuando el borracho me indicara que habíamos llegado a San Sebastián.

Veinte minutos después, el tipo despierta tan ebrio como cuando se durmió, preguntándose dónde coños estaba. Ahí me doy cuenta de que mi guía no valía para dos cosas y sólo me queda encomendarme al cielo.

La pobre señora que había perdido su bajada, con lágrimas en los ojos, desciende en la siguiente estación y yo me apersono cerca de una puerta, para no perder por ningún motivo la mía.

Entonces todo sucede muy rápido.

Llegamos a la siguiente parada. En el letrero hay un nombre impronunciable y pensé que tal vez era un sinónimo de San Sebastián (ya me había tocado enterarme que Pamplona también se llama Iruña); entonces mi amigo el borracho camina dando tumbos por el pasillo y me pregunta si habíamos llegado a San Sebastián... Yo le contesto "No sé, creo que sí" y se baja rápidamente diciendo que ese era su destino. 

Dudo y doy el paso hacia afuera del tren. Ahí interviene la otra señora catalana, quien al ver mis trastabilleos me pregunta a dónde iba. Desde abajo del vagón le respondo que a San Sebastián. Ella me toma de la manga y me asegura que faltaba todavía mucho, conminándome a trepar de nuevo al tren.

Lo hago. Le sonrío a la señora y entonces vuelvo la vista hacia abajo. El borrachín roncador no daba dos pasos sin tropezarse y yo todavía alcanzo a escuchar que dice "¿dónde estoy?"... 

Colgado del estribo del vagón, habría sido muy fácil gritarle que no estábamos en San Sebastián, que se subiera de nuevo al vagón y que se volviera a dormir hasta que llegáramos a nuestro destino... Pude hacerlo, habría sido fácil, pero por alguna razón, no lo hago.

Es más, sigo colgado del estribo del carro hasta que lo pierdo de vista, y más tarde vuelvo al camerino a sabiendas de que, en efecto, el destino final del tren era San Sebastián, corroborado con un gendarme.

Cuando el convoy procedente de Barcelona-Sants arriba a su estación final alrededor de las 7:00 a. m., lo primero que hago es asomarme a un mapa; ahí encuentro el pueblo en el que el tipo que no me dejó dormir, que me irritó con su olor y sus ronquidos, se quedó. Estaba lejísimos... Me siento y durante cinco segundos me siento mal por el tipo, por haber sido un patán, porque pude decirle que se subiera de nuevo... al sexto segundo me levanto, me sonrío, y me voy... ¡Qué gacho!

Seis horas después, a pleno mediodía y tras descubrir que San Sebastián es tan grande como la Colonia Del Valle, doblo una calle en el centro y veo que de frente venía un tipo igual a mi amigo el borracho... me doy la media vuelta y en lugar de comprobar si era él, mejor corro y corro y corro hasta que no me quedan fuerzas en las piernas, ni ganas de hacer otra vez lo que hice esa mañana en el País Vasco...