12.17.2016

Sociedad en Autobús


Se recomienda leer la siguiente historia al son de Dancing With Myself de Billy Idol

En los albores de la historia había solo cuatro formas de llegar al plantel U-2 del Colegio de Bachilleres desde el mundo civilizado:

1. Caminar. Algo descartado por todos, pues requería al menos 4 días hacerlo desde el centro de la ciudad hasta la plancha principal de nuestro nuevo plantel.

2. El “Atlixco-Atlixco”. Como su apelativo dice, iba en dirección a ese poblado a unos 50 minutos de la ciudad. Iniciaba su viaje en la Central de Autobuses de Puebla y solía ser el medio menos utilizado porque su ruta no era de mucha ayuda para la mayoría de los alumnos de ese entonces.

3. La Ruta 29. Socorrida por todos los que iban desde el centro o que hacían escala ahí para llegar a la escuela. En aquellos ayeres eran combis terriblemente incómodas usualmente pobladas por los pobres que vivían al norte de la ciudad y a quienes les había quedado más lejos el Bachiller.

4. El CREE-Madero. Camión que venía desde el reclusorio, ubicado en el extremo sureste de la ciudad y hacía una ruta periférica por el sur de la ciudad, dándole chance a los que vivían de ese lado de librarse de ir hasta el centro para luego desplazarse otra vez al extremo inferior del mapa, como solía suceder en la prehistoria.

No sé si algo parecido sucedió en algún momento con las opciones 1 a la 3, pero la 4 se convirtió con el paso de las semanas en una impresionante metáfora de la vida en la escuela, pero en movimiento.

Era como si treparse al camión te condenara a entrar a una recreación del plantel pero encerrado en unos cuantos metros cuadrados, conducidos en el mejor de los casos a la velocidad permitida.

Aquella tarde caminé más de la cuenta al salir de la escuela… Quería olvidar todo el asunto de las insinuaciones de "mi mejor amigo" con la Niña del Tercero C mientras jugábamos voleibol y por eso me fui por la rivera del río Atoyac sin importarme la leyenda que había nacido sobre una jauría de perros salvajes que devoraban bachilleres y tiraban sus restos a las aguas negras.

Cuando llegué al Circuito Interior, ni perros ni olvido, pero al menos estaba vivo. Las patas me dieron para llegar a Plaza Exprés y ahí claudiqué en mi idea de caminar hasta Plaza Cristal, donde debía tomar mi segundo autobús de vuelta a casa.

Entonces le hice la parada al CREE-Madero y el shock de volver a la escuela en un abrir y cerrar de ojos me hizo dar un paso hacia atrás.

"La Sociedad del U-2 sobre Ruedas" me recibía con los brazos abiertos en uno de mis momentos de mayor ofuscación desde que habíamos estrenado el plantel unas semanas atrás.

La primera e inevitable escala la conformaban Patrick, Armas y "Chinto", correligionarios míos en el Quinto "F" y quienes iban muertos de risa justo a la mitad del autobús echando desmadre como solían hacerlo... Como no podía pasarme por debajo de los asientos, pues me resigné a ser víctima de alguna de las bromas de Armas al tratar de pasar.

El autobús iba muy lleno y el "hacer espacio" para los demás fue mi estratagema para moverme poco a poco y ponerme a salvo de mis compañeros lo antes posible.

Sin embargo, apenas avancé unos centímetros y fui recibido por Gallardo, otro de mis compañeros de grupo, que solía hacer preguntas existenciales que desafiaban el entendimiento del más elevado de los filósofos bachilleres... Después de la segunda, me pregunté si no habría sido mejor opción quedarme a ser víctima de Armas metros atrás.

Traté de zafarme de la situación y di un pasito hacia un costado y ahí sí que me di un manotazo en la frente, porque quedé ¡justo enfrente de Gabriela!, como si algún astro con muy poca madre hubiera hecho magia para que, luego del chasco en el juego de voleibol, sus horarios coincidieran con los míos, con mi caminata por el río y todo para que nos topáramos de nueva cuenta en el "Madero". Por supuesto, al verme se activó su pose de dignidad e indiferencia a la que ya estaba tan acostumbrado. 

Luego de pensar en aventarme por una de las ventanas del camión, que en aquellos días aún servían, preferí solamente pararme justo atrás de ella para no tener chance alguno de que entrara en mi campo visual.

Justo acababa de hacer mi maniobra cuando levanté la vista y como una aparición, en mis narices apareció ¡Concha!...

Como si fuera una peli en formato Beta regresándose, me pareció ver en ese instante miles de las imágenes que se formaron en mi cabeza desde la última vez que había coincidido con la ex amiga, ex novia o ex algo de "mi mejor amigo" y todas eran desagradables, pues a mi entender por lo que me contaron, esa chica del U-14 de La Margarita había maltratado a Viloria de todas las formas posibles en los meses anteriores.


Mi cabeza ya estaba hecha un revoltijo antes de siquiera preguntarme ¿qué rayos hacía Concha en el "Madero" si hacía meses que había "terminado" con Viloria? ¿qué hacía sola en el camión, y qué hacía justo a un lado de Gabriela?

Pese a que la idea de hacer un "movimiento raro" revoloteó adentro de mi cráneo unos segundos, dejé que mi naturaleza se impusiera y mejor me fui para atrás del autobús.

Pero unas calles adelante, Concha se levantó de su lugar y tomó hacia la bajada del "Madero", tocó el timbre y cuando el vehículo se detenía en la 11 Sur, ella se estiró, jaló de mi camisa y al momento de tomar las escaleras me saludó...

Por supuesto, yo ni siquiera alcancé a reaccionar. No recuerdo si al menos tuve la cortesía de devolverle el saludo, no recuerdo si para ese entonces ya se habían bajado mis compañeros de grupo o si el precio del petróleo se había estabilizado en los mercados emergentes. La verdad es que estaba en shock y solo cuando el camión llegó a la 9 Sur caí un poco en cuenta de que todo lo que pensaba y sabía de Concha era por lo que me había contado “mi mejor amigo”, el mismo que minutos antes y desafiando los estándares adolescentes de la lealtad había hecho ese "movimiento raro" con la Niña del Tercero C... Quien a propósito, cuando el "Madero" llegó a la 5 Sur, prefirió recorrerlo todo para bajar por la puerta de enfrente con tal de no pasar junto a mí...



8.22.2016

El Juego de 'Voli'


Cuando eres adolescente, un juego de voleibol puede ser como la más importante cena de negocios o como la más filosófica conversación entre adultos.

En el otoño de 1990, formar una circunferencia en el patio central del colegio y pasar el balón de un lado a otro no era una manera más de matar el tiempo o de mantenerse en forma, no señor.

Jugar “voli” en el segundo semestre de vida del U-2 era un ejercicio de la vida en sociedad, tal y como la hacían (y la siguen haciendo) los adultos.


Entrar a esa dinámica era aceptar ser parte de una metáfora de la vida misma: llena de indirectas, de insinuaciones y de dobles mensajes; nada era claro ni directo. Desde el momento de formar la rueda las cartas se tiraban: si eras el último en ser invitado, estabas a nada de ser una paria social y a veces era mejor que ni te dijeran a ser el último en ser convidado.

Por supuesto, era peor que ni siquiera te invitaran a jugar.

Pero ya dentro de esa parodia de la sociedad, la mandadera de mensajes “ocultos” se ponían a la orden del día: el elemental era que alguien no te pasara la pelota, inconfundible señal de que no le caes, de que te odia, de que quisiera verte muerto o al menos muy enfermo. Y si los interfectos eran un chico y una chica, bueno, las dimensiones del drama se multiplicaban.

Más de uno vio su corazón al menos fracturarse jugando “voli” en la plancha principal del U-2 aquel semestre. Y es que no era normal ver cómo la chica de tus sueños le pasaba la pelota a todos menos a ti. Al inicio podía ser una coincidencia, pero luego de 15 minutos de no contar ni una picada o una voleadita al menos, resultaba evidente que no era una buena señal.

Pero había también espacio para lo contrario: esas bellas escenas cuando la niña que te gustaba te pasaba la pelota, siempre con la intención de que pudieras lucirte a la hora de hacer tu propio pase, remate o clavada. A veces, presa de los nervios, la chica pasaba mal la pelota y el receptor hacía todo lo posible para rescatar la jugada y que no quedara mal ninguno de los dos. Cuando lo lograba era como una comunión en el paraíso. Ambos se quedaban viendo y “las chocaban” con su imaginación. Cuando no, el que daba mal el pase se sonrojaba al extremo con la falla, y al doble cuando recibía esa mirada que la excusaba del mal pase.

Esos eran los mensajes elementales con final feliz, pero desafortunadamente, también había los oscuros, confusos e indescifrables, como los que me tocaron a mí.

Todo empezó cuando Gabriela entró a la rueda.

La chica ahora de Tercero “C”, la mismita del Terror en el Atlantic Rojo, quien por cierto no conocía a nadie de los que estábamos en el círculo, de pronto ahí estaba.

¿Qué hacía ella ahí, entre todos mis compañeros del quinto “F”, a quienes jamás les había visto cruzar palabra con ella? Si de por sí ya era perturbador que estuviera ahí, su primera acción fue el doble de perturbadora: se acomodó justo a un lado de Viloria ¡Nooo, por favor!

No hubo mirada de “Hola” hacia mi dirección, por supuesto, y yo traté de mantenerme indiferente a la situación. Lo logré con creces… durante 5 segundos.

Fue cuando me vi inmerso en una de las situaciones que les narraba al principio, en la parte triste. Ella no se molestó en mandarme ni un solo balón pese a que estábamos en un ángulo que favorecía hasta por comodidad que conectara la pelota en mi dirección.

Pero si eso ya era para arrojarse al Río Atoyac, lo que siguió de plano sí se voló la barda. De pronto, Gabriela y Viloria empezaron a pasarse la pelota uno al otro en repetidas ocasiones a pesar de que seguían casi juntos en la rueda. 


Durante un par de segundos traté de entender lo que estaba pasando ahí. Quiero decir, él era mi mejor amigo y sabía perfectamente cada detalle de la tragicómica historia que tenía yo con esa niña, quien en algún momento tuvo un sitio especial en mi vitrina de ideales, los cuales fueron hechos añicos por su particular e indescriptible forma de ser, y no obstante, él parecía disfrutar estar pasándose el balón con ella en mis narices.

Por supuesto que entonces nadie me había explicado bien que uno no es el centro del universo y que los demás no giran a nuestro alrededor, y en ese momento lo que yo sentía era más bien que los astros confabulaban en mi contra.

Cuando la palabra “traición” revoloteó por mi cabeza como una de esas asquerosas mariposas negras, entró alguien más al juego: era Zaida, la niña del “D” que había bateado a mi "mejor amigo" casi al mismo tiempo en que Gabriela hizo lo propio con quien redacta estas líneas.

Por supuesto, no podía dejar pasar esa chance... Era hora de combatir fuego contra fuego y así lo hice “¿esto es lo que quieres, amigo? Pues ¡toma, toma y toma!”. Ingenuamente, Zaida se hizo partícipe del juego sin darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.


Y así se pasaron los siguientes 10 minutos de juego en los que, a pesar de que había 15 chavillos pasando de un lado a otro la pelota, el protagónico se lo llevaron cuatro y, especialmente, dos que nunca hablaron sobre esa tarde y, todo lo contrario, dejaron que los mensajes ocultos del voleibol del Bachillerato se quedaran en esa ruedita y fueran de alguna extraña manera, el prólogo de un conflicto que ya parecía inevitable...




6.29.2016

La Nueva Contabilidad



Se recomienda leer el siguiente relato al ritmo de Dangerous, interpretado por Roxette.

A mediados de marzo tuvimos la genial ocurrencia de ir a la coordinación del U-2 a quejarnos de la clase de Contabilidad.

Nuestros convincentes argumentos adolescentes para denunciar una clase “deficiente” eran que el maestro Juan Carlos Bedoya no nos daba nada de “teoría”, que pasaba gran parte de la clase hablando de su vida y, a nuestros ojos, presumiéndonos sus bienes, tanto los que poseía en activo circulante como los que tenía en activo fijo, incluso denunciamos que era práctica recurrente que a media clase dejaba entrar a tres chicas de sexto semestre con las que chacoteaba otro tanto de la clase mientras nosotros ansiabamos aprender los secretos más ocultos del arte de la contabilidad.

Supongo que nuestra queja no trascendió porque no recuerdo que nada revolucionario pasara con la clase después de nuestra visita a la oficina del profe Ordóñez. Lo que sí recuerdo es que, extrañamente, acabamos "adecuándonos" al método de Bedoya, y llevándonos la clase en paz hasta que terminó el semestre, incluso, muchas veces salimos muertos de la risa y una hora más tempra de lo que lo hacían nuestros compañeros que habían optado por la capacitación de laboratorista químico.

Sin embargo, yo estaba lejos de saber entonces que el karma suele servirse eventualmente y en el caso de nuestra clase de Contabilidad, se esperó a que entráramos a quinto semestre, apenas unos meses después, para hacerlo con la cuchara grande.

De golpe y porrazo, pasamos de la chorcha sin fin con Bedoya a conocer a un individuo que se presentó únicamente como el Contador Público Vargas, quien desde el día que ingresó por vez primera a nuestro salón de clases nos dejó clarísimo que la Contabilidad no volvería a ser la misma: Sin pedirlo, conocimos el lado más árido y abominable de la disciplina.


El Contador Público Vargas se encargó en menos de dos semanas de hacer que extrañáramos la clase del semestre anterior. Su método, aburridísimo primero, poco comprensible después, indescifrable más tarde, nos hizo dudar de que éramos los mismitos que tomamos la cátedra anterior y a quienes sacamos una calificación decente en cuarto, nos hizo dudar siquiera de que fuéramos capaces de llenar una “hoja de diario”.

Más de uno se fue para atrás cuando nuestro nuevo profesor le dijo a Aleida Peláez, la más truchota en la historia de la Contabilidad, la consentida de Bedoya, a la que nos ponían de ejemplo 60 veces por sesión, que “estaba atrasada”.

Al ser la última clase del día, la mayoría llegaba bostezando a “Conta” desde cuarto, pero a diferencia de lo que ocurría con Bedoya, el nuevo maestro era como un somnífero de camisa blanca percudida. Pronto nuestra única diversión en esas largas y áridas sesiones era ver al compañerito de junto quedarse dormido y que el profesor ni cuenta se diera.

Y es que Vargas empezaba a escribir en el pizarrón y entraba en una especie de “trance contable”. No permitía preguntas hasta que acabara su encuentro con la pared. Por supuesto, cuando acababa, ya a todo mundo se le había olvidado lo que quería preguntar.


Más de una vez, cuando iba a la mitad de la incomprensible rellenadera de números, varios volteábamos a ver a Aleida Peláez, como buscando en su rostro una luz de esperanza que nos dijera que lo que estaba escribiendo Vargas en el pizarrón al menos era comprensible para ella.

Pero menudo shock resultó que cuantas veces miramos hacia su lugar, ella volteaba y nos hacía la seña de “no entiendo ni madres”. Si Aleida Peláez no entendía, el resto del mundo estaba condenado a la extinción.

El cambio de cuarto a quinto semestre fue tan explosivo y acelerado que no estoy seguro si Bedoya volvió a dar su clase a los que entraron a cuarto al siguiente semestre, no tengo registro alguno en mi memoria de haber platicado con él después de que fue mi profe de cuarto. De lo que sí estoy seguro es de que cada vez que veía pasar una Caribe roja como la que él conducía y en la que solía partir del plantel acompañado de las niñas de sexto, hasta me asomaba a ver si era él quien conducía, como si eso fuera a servir de consuelo a la miserable realidad de “nuestra” nueva Contabilidad...

4.22.2016

Mis 7 Escenas Favoritas de Forrest Gump


Dale play a este link para leer el post con la música original de la peli que compuso Alan Silvestri

Forrest Gump (1994, Robert Zemekis) es una película que marcó mi vida.

Cuando se estrenó yo estaba tratando de enmendar mi camino luego de abandonar la universidad por falta de recursos económicos y de pasar varios meses a la deriva, en una época en la que, además, enfrentaba el dolor de haber perdido a la niña de mis sueños, de quien no tenía noticias desde dos años atrás. 
Forrest Gump llegó en el momento preciso para responder muchas preguntas, para darle perspectiva a sus respuestas, para llenar mi vida con música inolvidable.
Sin más preámbulo, estos son los 7 momentos de esa grandiosa película que más honda huella dejaron en mí, en estricto orden creciente de importancia. 


7. Little Forrest
La secuencia en la que Forrest conoce a su pequeño hijo es de lo más encantador de la película, los tres momentos que tiene son tesoros por sí solos y se superan uno al otro en el orden en que van ocurriendo: cuando Jenny le dice que se llama Forrest como su papá y él cree que hay otro Forrest causa una hilaridad que solo se rompe cuando ella le confiesa que el padre es él… La estampa en la que los dos Forrests inclinan la cabeza enfrente del televisor es tan cierta como la vida misma.

6. I know what love is









La escena en la escalera de la casa Gump, tras el enésimo regreso de Jenny, cuando Forrest se arma con el valor de apostar su amor platónico por la chance de que Jenny lo acepte definitivamente en su vida acaba la fantasía, pero empieza la vida real, en ese momento Forrest se volvió un ser de carne y hueso y aunque en ese momento perdió, acabó ganando al final.

5. Life is a box of chocolates
Despedirse y aceptar la muerte como parte de la vida nunca fue lo mismo para mí después de ver esta escena, cuando la madre de Forrest le dice adiós… --“¿Cuál es mi destino, mamá…?
“No lo sé, Forrest, vas a tener que averiguarlo por tu cuenta... La vida es como una caja de chocolates, nunca sabes lo que te va a tocar”.
Cuando tuve que enfrentar la primera gran pérdida en mi familia, apenas unos meses después de ver la película en el cine, pude despedirme como debía de ser.

4. I’ll always be your girl
La escena en la que Forrest y Jenny se despiden en Washington está igual llena de simbolismo. Después de tantos años separados, Forrest le entrega la medalla de honor que le dieron… Le entregó su corazón, pero eso no fue suficiente para que ella partiera una vez más… Pero con todo, y a pesar de decirle que tenían vidas muy diferentes, antes de partir, ella le dijo “Siempre seré tu chica”… Siempre.

3. What vacation is?

Si esa persona que debió estar ahí para cuidarte cuando estabas indefenso se fue de “vacaciones”, entenderás por qué esta escena es tan especial...

2. Run, Forrest, run
“¿Podrías creer que puedo correr tan rápido como el viento?”.
Necesitaría tal vez 8,000 caracteres para explicar todo el simbolismo que esta escena tiene para mí, sin embargo, prefiero compartir que ese instante en el que Forrest se liberó de sus “magic legs”, yo también sentí que podría correr hasta donde quisiera y el resto… es historia.

1. El encuentro en Washington

La escena perfecta en el momento perfecto. El instante en que se escucha a Jenny gritar el nombre de Forrest entre la multitud es sublime y esos instantes que les toma reencontrarse en la gran fuente hace todo increíble y mágico.
Para alguien que sabe lo que es tener la fortuna de volver a abrazar a una persona a la que amas después de muchos años, es imposible no recordar que la frase de Forrest tras tener a Jenny entre sus brazos es lo único que se nos puede ocurrir cuando vivimos algo así “It was the happiest moment of my life”.
El paseo con Jenny por Washington al son de Get Together y San Francisco son el postre del mejor momento de la película.

3.15.2016

La Novatada


Se recomienda leer el siguiente relato al ritmo de Ice, Ice Baby, rola contemporánea a los sucesos narrados en esta entrada.


 
Aquella mañana al entrar a la escuela ya sabía lo que iba a suceder. Había sido partícipe involuntario de la planeación y hasta ejecutor casi obligado de algunas tácticas para garantizar el éxito de la operación en los días previos.

Por eso, en el amanecer de ese nuestro primer viernes como alumnos de quinto semestre del U-2, no pude evitar el sentir más simpatía por los pobres chicos de primer semestre que ingenuamente entraban al plantel mientras mis compinches de quinto y los chavos de tercero preparaban el plantel completo para la legendaria novatada del Semestre 1990-B.

Resultó simpático que ninguno de los pequeños saltamontes que acababan de entrar a la escuela sintieron curiosidad de ver a todos los de tercero y quinto arribar al colegio con ropa “de calle”, pues nadie llevó los uniformes porque hasta eso tenían planeado: no se iban a “ensuciar de sangre”.


Los personajes más malvados del 5º. “F” gozaban de su fechoría aun antes de cometerla: Armando, Armas y Patrick hasta compraron gorritos de fiesta para el momento de iniciar la masacre.

Yo traté de abstraerme en los minutos previos dándole lectura a mi inseparable cómic de G.I. Joe. Por un momento me sentí culpable al recordar cómo un par de días antes y en calidad de miembor del comité de alumnos, pasé por los salones de metal, los que les tocaron a los primeros, para pedirles que a las 11 de la mañana del viernes todos se mantuvieran adentro del salón porque "algo importante" iba a acontecer.

Pero las 11 de la mañana llegaron y con ellas una pipa de agua especialmente pagada para la ocasión. 

Ni dos minutos pasaron cuando se escuchó el primer alarido: la novatada quedaba oficialmente inaugurada.

El permiso de Coordinación incluía únicamente mojar a los inocentes de primer semestre, pero todos sabíamos que las enfermas mentes de los veteranos no podían conformarse con eso. Por ello, a nadie le extrañó que desde antes de las 7:00, con cierta desfachatez, mis cogeneracionales y los de tercer semestre ya estaban metiendo cajas que despedían olores desagradables y cuyo contenido empezó a impactarse en las caras, espaldas, piernas y el resto de las humanidades de los chicos de primero que corrían desesperados por el patio central de la escuela.

Se escucharon los primeros gritos y en menos de 5 minutos, eso era una carnicería. Jitomates podridos daban color a la barbarie. Y a los 10 minutos el collage de porquería ya no dejaba distinguir los ingredientes: por los cielos del U-2 volaban además de los jitomates, restos de aguacate, bolas de lodo, globos llenos de harina y hasta loción Siete Machos, mientras unos y otros se revolcaban, ya fuera de desesperación por escapar o de risa al presenciar la suerte de los pequeños.

Yo observaba todo desde el interior del salón, primero incrédulo, luego con una sonrisa de complicidad, pues por amargo que se fuera no se podía dejar de ver lo simpático del sufrimiento de los novatos a manos de sus abusivos compañeros mientras los mojaban, les untaban jitomate podrido en la cara o los aventaban entre varios a los charcos de lodo que las lluvias habían generosamente donado para la ocasión.

Pero al cabo de unos minutos la situación se transformó de una forma que nadie habría podido anticipar.

Los de quinto y tercero habían ganado la guerra de desgaste; ya nadie de primer semestre corría porque ya habían atrapado a todos, ya nadie manoteaba porque ya todos estaban untados de porquería hasta las axilas. Pero al parecer, la enjundia de los agresores no había menguado y las municiones tampoco...

De pronto, sin que nadie se lo propusiera y sin agua va, los jitomatazos reaparecieron pero entre los de tercero y los de quinto y visceversa. Y lo peor no tardó ni 5 minutos en fraguarse, pues en un abrir y cerrar de ojos ya se estaban dando entre los mismos compañeros de grupo. Primero fueron Armas y Salvador González revolcándose en un charco de lodo, luego Viloria le aventó una cubetada de agua a Rogelio y un gandalla anónimo no desaprovechó la chance para estampar una bola de lodo en la cara de Illezcas...

Justo en ese momento me di cuenta de que mi integridad personal, intacta hasta ese instante, no podría mantenerse así mucho tiempo si permanecía en la escuela: era hora de emprender la graciosa huída.

Sin embargo, la misión era extremadamente peligrosa, porque en la plaza principal la histeria y la paranoia estaban a todo lo que daban con más de un centenar de locos masacrándose unos a otros. Tratar de pasar por ahí equivalía a suicidio.

La solución pertinente era únicamente una y mis compañeras que no quisieron participar de la barbarie no pudieron sino esbozar una sonrisa cuando vieron al chaparrito del portafolios café aventarse por una de las ventanas de atrás del edificio. 

De tal suerte que, mientras los gritos todavía se escuchaban desde el patio central, a hurtadillas logré fugarme de ese manicomio que fue la escuela después de las 11:20 de la mañana.

Al día siguiente fui enterado de cómo un comando integrado por varios de mis compañeros de grupo fracasó buscándome para ajusticiarme y cómo fui prácticamente el único de los chavos que salió ileso de aquella barbarie, la cual terminó para mí cuando, ya caminando tranquilamente por Vista Hermosa, me alcanzó Viloria todo mojado y manchado de restos de verdura y me preguntó “¿huelo muy feo?”, a lo que yo contesté “Hmmmm… No más de lo acostumbrado”.


2.01.2016

De Vuelta al Colegio

Se recomienda ampliamente leer la siguiente historia al son de Blaze of Glory de Bon Jovi.

Aquella mañana del lunes 3 de septiembre en que volví a caminar por San José Vista Hermosa rumbo al Plantel U-2 del Colegio de Bachilleres de Puebla, me di cuenta que la rutina del semestre anterior parecía ser la misma: autobús lleno de chicos con suéter gris, caminata de 20 minutos y nada alrededor mas que campo y colonos que nos veían con ojos de desprecio.


Sin embargo, al iniciar mi quinto semestre de bachillerato me di cuenta de que yo ya no era el mismo… Desde el mismo viaje en el CREE-Madero, cuando me percaté que había varios pequeñuelos a los que nunca en mi vida había visto y, al mismo tiempo, debí caer en cuenta de ya no estaban los chavos de sexto semestre, esos que a veces te veían de arriba hacia abajo no solo por la estatura, sino por algo que respondía al nombre de “estatus”.

A partir de esa mañana, yo había dejado de ser uno de los “de en medio”, ahora era uno "de los grandes"; ya nadie me contaba lo que era la geometría analítica o los libros de diario de contabilidad. En el verano había conocido lo que era tratar con hombres de negocios y pedir trabajo, por lo que, definitivamente, ya era tooodo un chico de quinto.

Pero todo cambio tiene su precio y sus traumas.

La comodidad del cuarto semestre pronto se esfumó cuando nos dimos cuenta de que ser chicos de quinto traía consigo muchas cosas nuevas y casi ninguna tenía un rostro agradable: nuevas materias, nuevos maestros, nuevos horarios, nuevos salones.

Pero si ese año nos tuvimos que chutar la reunificación de Alemania, la reinvención completa de un país, bueno, adaptarnos a un cambio de salón en San Bernardino Tlaxcalancingo parecía poca cosa, aunque no lo fuera en realidad. De la comodidad de tener la última aula del plantel, fuimos trasladados a la planta baja del edificio 1… A casi nadie le gustó la mudanza: eramos felices en nuestro rinconcito.

Aunque este no sería el único cambio que le pondría los pelos de punta al estudiantado del ahora 5º. “F”. En los primeros días del nuevo semestre, cuando nos vimos obligados a ir de un salón a otro para las nuevas materias optativas, empezó a caerme el veinte de que esas cabecitas que iban y venían a las 11 de la mañana estaban en la recta final de su estadía en ese plantel, que aunque aún olía a nuevo, ya tenía su primer semestre de historia a cuestas y se quedaría ahí por mucho tiempo, pero no nosotros, nuestros días en el U-2 estaban contados.


Es probable que el primer día de clases del quinto semestre fue el primer día que entendí que ese día era el inicio del fin de mi educación media superior, que yo era un ave de paso y que junto a 299 personajes que entramos aquella mañana, unos meses después saldríamos para siempre y nuestros nombres serían simples estadísticas en un archivero en la oficina de la coordinación.

Tal vez semejantes reflexiones no eran propias de un chico de 17 años, atormentado en el amor, poco popular entre la tropa y total ignorante de lo que le depararía el futuro en ese año que inició una mañana de 3 de septiembre.