Se recomienda leer esta historia mientras se escucha Runaround Sue de Dion and The Belmonts.
En toda vida, por miserable que sea,
hay momentos que bastan para levantar los corazones y seguir; instantes que
suelen aparecerse casi por casualidad pese a que uno pueda buscarlos durante
semanas y desarrollarse de la manera menos planeada… para bien.
Aquella mañana no pintaba de manera
muy distinta a todas las anteriores. La “Retoma de Ideales” había caído en
estado de coma y lo que parecía un esperanzador reinicio para mí era una escena
que se había repetido tantas veces que parecía tortura china: en la plaza del
U-2, el chaparrito del 4o. “F” vagaba en círculos, viendo de lejos hacia la
puerta del grupo “A” esperando una nueva oportunidad de hablarle por primera
vez a su nueva musa de rulitos negros y pantalón de mezclilla deslavado.
Hacia el final del semestre, además del poco interés hacia la educación media, los nexos
de amistad con mis compañeros de grupo estaban casi cortados, por lo que la
mayor parte de mi tiempo libre (que era mucho por la escasa cantidad de clases
que teníamos), lo dedicaba a pasearme solo de mi salón, al fondo del plantel,
al 4º “A”, que estaba justo al inicio, al tiempo de restregarme en la cara mi
falta de valor para enterar a La Chica del Suéter Negro de mi existencia.
Sin embargo, esa mañana sí hubo algo
distinto: dos segundos antes de entrar a la escuela, me detuve y volteé al
cielo; me encomendé a Dios y le pedí que ese día me diera chance de salir con
una sonrisa al final de la jornada. Mi plegaria, no obstante, parecía no
haber encontrado destinatario, porque mediada la mañana, la cosa era igual de
patética.
Hasta que ella salió del salón, pero
con todo y sus cosas… ¡Ya se iba! Aunque lo que fue más sorprendente es que
emprendió la caminata ¡sola!
Cualquiera de mis compañeros habría
emprendido la conquista y seguramente la habría alcanzado aún antes de cruzar
la reja blanca de la entrada… Yo no… Yo quedé congelado, sin dar crédito a lo
que veía… Por supuesto, ese pesimista que vivía en mí empezó a imaginar lo
peor: el tipo de la moto la estaría esperando en donde empieza la subida hacia
Vista Hermosa, ella se treparía al bólido y partiría, nuevamente, de manera
inexorable.
Menuda sorpresa me llevé cuando a lo
lejos vi que ella había tomado la cuesta aún sin compañía de ningún tipo.
No sé por qué, pero en lugar de hacer
lo que debía, bajé los brazos, me senté y abrí mi libreta…
Llegó entonces un “diálogo” interno
entre mi cerebro y mi corazón:
“Muy bien, tonto, ahí está la
oportunidad que querías… ¿la ves, idiota? ¡Ahí está! y ¿qué vas a hacer? ¡Nada!
¡Lo sabía! Buscas y cuando encuentras todo lo mandas a donde estaba ¡te odio!”.
“Este…”
Sorpresivamente, no hizo falta otra
frase más para que mis pies se descongelaran.
En un movimiento temerario y como si
de verdad alguien estuviera mirándome, le di la vuelta al edificio de dos plantas
para que nadie del “A” me viera dirigirme hacia la salida… Caminé de prisa con
el temor siempre presente de que apareciera un vehículo y ella subiera, incluso
me hice a la idea de que llegaría a la curva y ya no la vería y entonces
volvería cabizbajo a mi salón, pero dos segundos después, ahí estaba, entrando
a Vista Hermosa sin nadie a su lado.
Como verla a 25 metros de donde yo
me encontraba no estaba en mis planes, pues empecé a temblar y a sudar frío… “¿Qué
hago, qué hago, qué tengo que hacer?”… Y así me quedé 25 segundos, hasta que
una fuerza misteriosa poseyó mi minúscula humanidad y empecé a caminar, y luego
a correr, en dirección a ella… Por supuesto, don cobarde dio la vuelta en la
esquina y corrió rodeando Vista Hermosa con la intención de rebasarla y llegar
antes a la salida, donde podría encontrarse “casualmente” de frente con ella.
Mientras corría por esas 14 calles,
dos toneladas de confusas ideas se revolvieron en mi mente. Fue gracioso, pero
en cada esquina me paraba cuando ya volaba sobre la Calle 27, me asomaba a la
izquierda, como temiendo que ella me viera y que eso arruinara todo. Vaya
tonto.
Por supuesto, pasé por el momento de
crisis en el que, a pesar de irme deteniendo en cada esquina, no la vi pasar
sobre Paseo Vista Hermosa Norte, lo que me hizo pensar lo peor, pero cuando
llegué finalmente a la Calle 10, los astros parecían alinearse a mi favor,
porque ella venía a dos calles de distancia.
Esos últimos metros me sirvieron para
darle forma a un plan: me seguiría al puesto de periódicos que está hoy en el mismo
lugar que entonces, en la esquina del Bulevar Atlixco y la Calle 6, me haría el
tonto y cuando ella pasara por ahí la interceptaría.
Sin embargo, al apretar el paso en
dirección al sur vi pasar a mi lado una combi de la Ruta 29, muy lentamente,
cazando pasaje, y entonces entré en pánico. Traté de no voltear pensando que
ella ya estaría llegando al bulevar, e incluso le hice señas al chofer del transporte público como diciéndole “¡lárgate, amigo, no arruines mi momento!”…
Apenas llegué al puesto de revistas y
entonces sí giré… El infortunio parecía consumarse porque la combi había pasado
por la esquina de la Calle 10 y no había nadie ahí. Era hora de volver
derrotado a la escuela… pero… No… En la cerca, recargada con su suéter negro y
su morral blanco, esa inconfundible cabellera rizada esperaba.
Entonces volteó y me vio venir,
aunque justo a mi lado pasó otra combi de la ruta 29, que tal vez fue lo que
ella vio en realidad. Otro momento de desazón porque aunque empecé a caminar a
prisa, el transporte me rebasó y se detuvo justo enfrente de ella. Para hacer
la escena surreal, varias personas empezaron a subirse a la combi, excepto
ella… ¡excepto ella!
El “diálogo” que inició entre los
músculos que más temprano habían “discutido” me ayudó a entender lo que estaba
pasando:
“Te está esperando, hijo, vamos…”
“Este…”
Como ya no me quedaba sudor que
sudar, ni nada más qué perder, dejé que el destino hiciera entonces su chamba:
me acerqué, me detuve frente a ella, me quedé callado… Oh, Dios…
Entonces el tiempo se detuvo y ahí,
en esa esquina platiqué, o bueno, intenté platicar con ella.
Más de una vez, en mi nerviosismo,
pude ver como sus cejas hacían ese gesto de extrañeza ante mis intentos de
hilar dos frases sin tartamudear o equivocarme, lo cual era una labor titánica
al tener tan cerca de esa personita a la que llevaba tanto tiempo viendo de
lejos y que en ese instante, finalmente, estaba ahí, enfrente de mí.
Durante 8 minutos que parecieron más
bien 8 segundos, platicamos de lo único que podíamos, de la escuela, del nuevo
plantel, del transporte, de las clases y de pronto, ella ya estaba subiendo a
su combi, no sin antes lanzarme, ahora sí con tooooooda la certeza del mundo,
un “bye” para mí, completamente mío y de nadie más precedido de un apretón de
manos que me hizo pensar que no volvería a lavarme la mano derecha el resto de
mi vida.
Por primera vez en muchas semanas,
recorrí Vista Hermosa de vuelta al colegio con una alegría inmensa, que iba
incluso más allá de lo que acababa de ocurrir.
Cualquiera de mis compañeros la
habría interceptado antes de salir de la escuela muchos minutos atrás, pero no
yo, para bien o para mal, yo era diferente, me sentía como destinado –o condenado--
no a caminar unos metros para obtener un saludo y una sonrisa, sino a tener que
correr 14 calles para hacerlo…
Aquel lunes de desquite cuando iba
saltando de vuelta al plantel U-2 me detuve en seco por ahí de la Calle 15… En
ese momento caí en cuenta que estaba tan nervioso que había olvidado su nombre…
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