Durante mucho
tiempo carecí de respuesta a la elemental pregunta y tú ¿por qué corres? que infinidad de
veces me hicieron infinita cantidad de personas.
Esa respuesta en
cierto sentido creo que debería ser parte del equipamiento básico del corredor,
tan elemental como los zapatos, las calcetas, la gorra o las licras y, no obstante, corrí
durante muchos años sin llevarla conmigo, lo que me hizo acreedor de varios
comentarios que castigaban un poco esta loca pasión de recorrer calles a paso
veloz:
“Yo no le veo el
caso”, “Estás bien pendejo”, “Ni tú sabes cuál es el objeto de correr y
correr”, etcétera, etcétera, etcétera…
Nunca le di mucha
importancia real a encontrar la contestación a esa interrogante porque nunca fue
tan importante que me llamaran pendejo o “desobjetado”… Sin embargo, un día
domingo 16 de marzo de 2014, tras cruzar el kilómetro 33 de mi primer maratón,
cuando las piernas empezaron a entumirse y un dolor intenso recorría todo mi
abdomen, de no sé dónde se me apareció la pregunta y tú ¿por qué corres?
Con el sol sobre mi
cara, casi deshidratado y prácticamente exhausto, no necesité pensar mucho para
que las imágenes vinieran a mí, una por una:
1 La salida del catecismo
A los 8 años,
después de la clase de catecismo, acostumbraba salir de la escuela e irme caminando
solo a casa, la Miss Isabel sabía que a pesar de ser yo una pulguita, mi madre me
había adiestrado lo suficientemente bien como para caminar 30 minutos desde el
Colegio Patria hasta mi casa, pues ella tenía que trabajar y no podía ir
por mí.
Sin embargo, esa tarde la Miss Isabel no estaba en la escuela y le encargó el control
de la salida a una adolescente que, por supuesto, me impidió pasar por la puerta del colegio
“hasta que un adulto venga por ti”. Ni todas mis explicaciones sirvieron para
que la chica me dejara salir; para ella no había lógica en que un niño se fuera
solo cuando los padres de tooooodos los demás iban a recogerlos.
De tal suerte,
estaba condenado a quedarme encerrado en la escuela para siempre porque en
aquellos ayeres no había forma de comunicarme con mi madre o con la Miss Isabel
para exponer mi situación. Cualquier niño de 8 años se habría sentado a esperar
que un adulto le resolviera la vida, pero yo no. Me dediqué los siguientes
minutos a ver cuál era la mecánica con la que la chica de la entrada entregaba
a los niños y no me costó mucho tiempo estudiarla.
A los pocos
minutos, me acerqué sigilosamente y cuando ella se estiraba a pasar la mochila
de una de mis compañeritas, yo me escabullí por debajo de sus brazos y entonces
corrí como nunca antes. Escuché sus gritos y, por supuesto, temí que sus
piernas del doble de largo que las mías fueran herramientas para mi captura.
Por eso no paré de correr hasta que no pude más, unos 5 o 6 minutos después.
Claro, no era ningún atleta, pero conseguí mi cometido, me escapé y pude volver
tan campante a casa.
Aún hoy día no me
gustaría haber estado en los zapatos de la chica de la entrada en los minutos que tardó en
enterarse que el cabroncito que se le escapó a toda velocidad tenía, en efecto,
el permiso de irse solo.
2 Los boy scouts
Preocupada por mi
poca adaptación a la sociedad, mi madre me obligó a entrar a los boy scouts cuando
estaba en tercero de primaria.
A regañadientes
acepté ir, pero no necesité ni una sesión completa para que mis peores temores
se hicieran realidad. En el primer día, un chavito estaba meciéndose en un
columpio como a 10 metros de donde yo estaba y el muy tonto se cayó y se
descalabró. Ignoraba entonces y lo desconozco aún, pero aquella bola de pequeños
energúmenos no podían aceptar que uno de los suyos fuera tan bruto como para
caerse de un columpio y, por supuesto, lo más fácil fue culpar al nuevo del ridículo.
“Le toca golpiza y
charco de lodo”, fue el veredicto de un juicio sin derecho a defensa dirigido
por los niños vestidos de idiotas que, para colmo, fueron secundados por los
idiotas vestidos de niños que se suponía que nos estaban cuidando y que no vieron absolutamente nada cuando el otro se cayó del columpio.
Sádicos como siempre han sido
los scouts, decidieron disfrutar la situación y a uno de los más grandotes le
vino al cráneo la idea dejarme correr y darme 10 segundos de ventaja con la amenaza
de que si me alcanzaban me iba a ir el doble de peor. Por ello, cuando
dieron la señal, más de uno seguramente quedó con la boca abierta, porque
literalmente desaparecí de sus vistas.
Afortunadamente,
además de ser rápido para correr, mi tamaño potenció la capacidad para
ser escurridizo, por lo que no me costó trabajo esconderme en el rincón más
insospechado de la recámara de los padres de mi amigo Memo Carrillo, quien
vivía a dos calles del parque de los scouts a donde, por supuesto, no volví
siquiera a acercarme.
3 Al rescate del balón
En algún momento de mi ya lejana infancia, tuve el poco usual placer de estrenar un balón de futbol como el que usaba la gente con dinero, el cual fue un regalo muy especial de una gran persona que me vio en algún momento corriendo detrás de una pelota de hule ponchada y despintada, quien decidió llenar de alegría mi vida con un auténtico balón Garcís color amarillo, que brillaba como el sol y botaba como ninguna de mis pelotas Salver en su mejor momento.
Por supuesto, semejante regalo merecía el mejor de los debuts: en nuestra cancha del segundo retorno de la 3A Sur, con toda la palomilla, en un partido de poder a poder.
La tarde había sido perfecta, los goles cayeron por montones y casi todos chulearon mi balón nuevo. Sin embargo, en la que fue realmente la última jugada del partido, mi mejor amigo Esteban soltó un trallazo que, con todo el tino del universo fue a dar a la cara de una señora malencarada que todavía no terminaba de sobarse cuando ya había mandado a unos niños que la acompañaban a apropiarse del esférico mientras nos lanzaba toda clase de improperios.
Como poseido por la imagen de Henry Kissinger, decidí irme directamente a pedirle disculpas a la señora, que luego de agarrar el balón, empezó a caminar indignada por una callejuela que conectaba la cancha con la 3 Sur...
Incrédulos, la mayoría de mis coequiperos e incluso algunos rivales nos siguieron y la escena, quiero imaginar, al menos fue singular... El problema es que mis palabras en lugar de tranquilizar a la mujer, la ponían cada vez más colérica.
Al doblar la calle, la señora, ya con los ojos desorbitados, amenazó con echarnos a una horda de adultos y, de hecho, le dio la instrucción a uno de los mozalbetes que la flanqueaban de ir a la colonia de enfrente por "sus tíos", con lo que la tensión se puso a todo lo que daba...
En ese momento por mi preadolescente mente pasó la idea de tener que desprenderme de ese regalo tan especial justo el día que lo estaba estrenando, tener que volver a las pelotas de plástico y nunca más sentir la sensación de tomar con mis manos un balón profesional al detener un penal o hacer una heroica atajada... Por supuesto, ese momento fue patético.
Sin embargo, cuando uno de los niños mandó desde la esquina la señal de que "ahí vienen" (los tíos), algo me poseyó y justo en el momento en que la señora volteó yo metí mi puño entre su brazo y su costado, justo lo necesario para zafarle el balón, el cual creo que ni dejé botar en el piso antes de recuperarlo, abrazarlo con todas mis fuerzas y salir corriendo como alma que llevaba el diablo.
Cuentan las leyendas que un instante de incredulidad llenó la escena y todos quedaron petrificados mientras yo corría a toda velocidad. Cuando el instante se desvaneció, todos empezaron también a correr: los más cobardes de vuelta a sus casas, mis amigos detrás de mí y los acompañantes de la señora atrás de nosotros. Nunca confirmamos cuántos ni de qué tamaño eran.
No sé cuánto habré corrido, pero claro tengo que no me detuve hasta que sentí que mi balón se quedaría conmigo, muchos, muuuuchos metros adelante.
4 Cuando el amor llama
Cuando tenía 23
años, un par de llamadas me pusieron ante la posibilidad de ver de nuevo a la
chica de mis sueños luego de muchos, muchos, muchos meses de la última vez que
mis ojos se llenaron con su sonrisa. El compromiso se
selló 15 días antes para un miércoles, mi día de descanso del trabajo.
La fatalidad se
hizo presente 24 horas antes de la cita cuando fui conminado a trabajar el día
más importante de mi vida por culpa de los Juegos Olímpicos de Atlanta. No hubo forma de contactarla para cancelar. Simplemente, la iba a plantar y por consecuencia ella
nunca más querría saber nada de mí.
Aquella tarde me
presenté a laborar como siempre a las 17:00 horas sin reproche alguno. Pero 13
minutos antes de la hora pactada para la reunión, una fuerza desconocida se apoderó de mí
y sin dar mayor explicación a nadie, salí corriendo de la oficina a toda velocidad. Doblé la esquina y
al cruzar una privada, un auto salió a mi encuentro. La memoria me da para
recordar que alcancé a evitar el golpe seco saltando, pero no evité caer sobre
el cofre para sorpresa del anciano que conducía, y de su horrorizada esposa.
Lo simpático del
asunto es que fui yo quien pidió disculpas por el “atropellamiento” y tras
sacudirme el polvo del carro arranqué a correr nuevamente a todo lo que daba.
Esa tarde recorrí 5
calles a paso veloz, 4 atropellado, pero alcancé el autobús que me llevó al sitio
de la reunión, platiqué cinco minutos con la chica de mis sueños y volví al
trabajo sin siquiera contarle lo que había pasado para poder verla.
(la historia
completa de este episodio está detallada aquí mismo)
5 El asalto
En los albores de 1998, Jacobo
Zabludovsky tuvo la ocurrencia de retirarse de la conducción de su noticiero
de la noche y por ello la sección de Deportes del diario Reforma cerró en
primer tiro para dejarle su espacio en el segundo tiro de la prensa a las páginas de
espectáculos. Traducción al español: por primera vez desde mi llegada a la empresa donde trabajaba desde 7 meses antes,
ya no tenía nada qué hacer a las 21:30 horas y era libre para irme, o esperar 2
horas y media a que me llevaran en los taxis de la empresa.
Indispuesto a
quedarme tanto tiempo viendo a la pared, me aventuré por primera vez a irme de
noche a la Unidad Habitacional IMSS Santa Fe donde compartía un departamento
con mi primo.
A pesar de que
viajé con el corazón en una mano y desde Tacubaya me fui casi solo en el pesero
ya a las 22:30 de la noche, nada pasó hasta mi llegada a la parada final. Cuando atravesé la
calle y vi a lo lejos la entrada a la unidad me dije a mí mismo “ya chingué”.
Acto seguido, se me
acercan tres sujetos y uno de ellos me dice “dame un peso”, yo contesto “no”, y
entonces aquel se pone rudo y espeta “no te hagas pendejo, dame todo lo que traes”.
Yo abracé mi
backpack y la alejé del trío, a lo que siguió la orden del líder para el que
estaba más cerca de mí: “¡pícalo!”.
A veces los rasgos
más característicos de tu personalidad salen a relucir en momentos como éste,
cuando tienes un segundo para decidir. Yo pude optar por darle mi mochila, con mi
walkman, mi sueter viejo y los 300 pesos que me quedaban para la quincena. Pero en vez de eso,
decidí darle un mochilazo al de la navaja cuando hacía su movimiento y arrancarme a correr.
El tipo que iba
armado fue el que se aprestó a seguirme y al acercarse me lanzó la típica
patada para tirarte, con tal suerte que solo rozó mi pié que iba en el aire,
por lo que trastabillé, pero no caí y él quedó en el piso.
Desafortunadamente,
la entrada a la unidad habitacional estaba todavía muy lejos, él estaba muy alto y yo era la misma
pulguita de siempre, por lo que le dio buen tiempo de levantarse y alcanzarme por más
que apreté la carrera.
En plena puerta de
la unidad habitacional le di otro mochilazo, él me lanzó un navajazo más y
entonces grité con lo que me quedó de aliento hacia la caseta de policía y
saqué fuerzas para correr pendiente arriba solo para descubrir que la caseta
estaba vacía.
“Ya valí madres”
fue lo que pensé, pero mi agresor ya no subió y me salvé.
Recuerdo que esa
noche lo primero que hice al llegar al departamento fue buscar la palabra
“asalto” en el diccionario para saber si la podía usar para describir lo que
acababa de pasar pues no me quitaron nada, y lo segundo que hice fue decidir que al día siguiente iba a
buscarme otro lugar dónde vivir.
6 La balacera
El 1 de diciembre de 2009,
Edgar Enrique Bayardo del Villar fue asesinado a balazos en un Starbucks al sur de la Ciudad de México. Cuando su cuerpo fue rociado por
una lluvia de balas yo estaba a 3 metros, de espaldas a la ejecución, en la
entrada del café. Un colega que me
acompañaba me jaló y me dijo “vámonos”, pero no dimos ni un paso cuando un
sujeto, muerto de los nervios, ataviado con una sudadera gris cuyo gorro casi le
cubría la cara, nos cerró el camino, pistola en mano. Gritó que nos fuéramos al
piso y cuando la mayoría obedecía, a mí algo me poseyó y en lugar de tirarme,
me escabullí por un lado del tipo y empecé a correr sin voltear hacia atrás…