Publicado en el Periódico REFORMA el 1 de septiembre de 2022
Soy el corazón de Juan.
La madrugada del domingo 28 de agosto de 2022, al cruzar Ciudad Universitaria en penumbras hacia el Estadio Olímpico Universitario, comencé a latir como nunca antes. Varios meses de "acompañar" a Juan todas las tardes a entrenar desde que se inscribió al Maratón de la Ciudad de México, nos llevaron a la gran cita. Compartimos la emoción de esos minutos previos a "nuestro" primer maratón.
Como Juan no es ningún atleta de elite, portó un brazalete azul y tuvo que esperar casi 50 minutos desde el primer disparo para poder tomar la salida; de cualquier forma, su ánimo no menguó, al contrario, cuando al fin pasó por el arco, salió como potro desbocado; total, de ahí hasta la Glorieta de Insurgentes estaba de bajada. Fueron 10 kilómetros de pura adrenalina, de sentir el aire, las porras de la gente.
Juan estaba feliz y su felicidad me contagió durante los siguientes 10 kilómetros.
Sin embargo, al cruzar la marca de los 25, por allá de Polanco, sentí raro a Juan, ya no iba tan rápido y, sobre todo, ya no estaba sonriendo. Pero no me dijo nada, él trató de seguir con lo suyo y yo me dediqué a lo mío los siguientes 7 kilómetros. Mucho silencio, que solo fue roto por leves susurros: "ya no puedo, ya no puedo..."
Y ahí, en esa barrera que los maratonianos conocen como el "Muro", que los expertos definen como el punto del maratón en donde se agotan prácticamente las reservas de carbohidratos del cuerpo, el susurro fue un grito desgarrador: "¡ya no puedo!"...
Cuando Juan encorvó el cuerpo y estuvo a punto de irse de bruces hacia el piso, justo antes de subir al puente de Ejército Nacional que cruza sobre Circuito Interior, entendí que no podía dejar solo a Juan; aunque no tenía mucha idea de qué hacer, -solo soy un corazón-, también entendí que en ese momento me tocaba rifarme por él.
Recordé entonces todas esas veces que Juan apagó el Netflix para salirse a entrenar, las ocasiones que se negó a ir a fiestas con sus cuates y hasta una vez que quedó mal con su familia porque tenía una "distancia larga"; Juan no es ningún atleta de elite, pero vaya que se sacrificó para llegar hasta ese momento y yo no lo iba a dejar solo.
Tomé el mando de la "nave" durante esos últimos 10 kilómetros, en los cuales vi caer a varios corredores, algunos gritando de dolor, pero yo le dije a Juan: "No, tú no te quedas, carnal, tú llegas porque llegas".
Cuando agarramos 20 de noviembre y vimos la Catedral de frente, como un milagro, Juan volvió a ser el de antes del "Muro", sus ojos brillaron, su sonrisa regresó y entonces corrió esos 500 metros finales ya no con mi ayuda, sino con la de su alma... yo estaba exhausto, pero bien.
Tras cruzar la meta, creí que Juan ahora sí desfallecería, pero fue al contrario, levantó los brazos y las lágrimas que derramó fueron para mí más refrescantes que los 2 litros de agua que nos tomamos después de colgarnos la medalla.
Como Juan, Jorge Jair Meléndez tampoco es un atleta de elite, pero conoce un poco de este tipo de experiencias. ¡Ah!, y es editor en CANCHA Reforma.